Sólo saben que saben mucho

Uno de los calificativos con los que los adeptos más incondicionales de los actuales movimientos de izquierdas suelen referirse a quienes evidenciamos sus contradicciones e incongruencias es el de «cavernarios». La caverna se ha convertido en un símbolo que representa la morada natural de todo el que critica el postmarxismo cultural. Al usar este término, pretenden poner de relieve nuestra naturaleza troglodita, nuestra incultura y también nuestro atraso.

Y es que esta izquierda se siente a gusto creyéndose medir siempre con interlocutores que son patanes, ignorantes y embrutecidos. Como si la lectura y el ejercicio intelectual debiesen llevar necesariamente a todos los seres humanos a las mismas conclusiones; como si, por ser cultos, todos debiésemos pensar igual. Es la forma más cobarde de negar el valor de las diferencias, achacarlas a una condición perpetua de ignorancia que imposibilita de antemano todo diálogo y entendimiento. 

Lo de la caverna, sin lugar a dudas, debe recordarnos al famoso mito de Platón, según el cual, en lo más profundo de una cueva, unos hombres son encadenados a un muro desde su nacimiento de modo que lo único que conocen son las sombras reflejadas en la pared que tienen en frente.

El mito especula con la idea de que uno de estos prisioneros logra escaparse y, al salir de la cueva, y tras adaptar sus ojos a la luminosa claridad del exterior, percibe la realidad. Cuando vuelve a avisar a sus compañeros de que hay un mundo ahí fuera, éstos no se lo creen, lo ridiculizan y acaban matándolo, en clara alusión al trágico destino que sufrió Sócrates, maestro de Platón, condenado a morir en el 399 a.C. por criticar a las autoridades políticas de su Atenas natal.

La caverna representa ese lugar donde se sienten cómodos los primitivos e iletrados que se aferran a las imágenes sin haberlas meditado racionalmente y, por tanto, están espiritual y mentalmente embrutecidos, pero son felices en su ignorancia. Así que tal y como usan el término contra todo crítico y contra aquel que contravenga sus designios, para esta nueva mitología del marxismo cultural, nosotros encarnamos el papel de cavernarios, como también el de fachas y terraplanistas.

En la nueva izquierda, por el contrario, se reconcilian todas las bondades humanas: son sabios, aportan progreso y rigen los parámetros que miden la excelencia moral. Es decir, están fuera de la caverna y poseen muy elevadas cotas de «expertitud» a las que nosotros no llegamos ni podemos llegar. Estos expertos representan las virtudes de la humanidad y sólo ellos pueden liberar a los hombres y mujeres de las tormentosas cadenas de la ignorancia, aunque aquí entre las tinieblas de la cueva no las podamos sentir oprimiéndonos.

No importa si se trata de analizar un acontecimiento histórico pasado, si queremos evitar la balcanización de nuestro territorio, evaluar posibles riesgos de una vacuna que acaba de salir de la fase experimental, advertir que el «nos va la vida en ello» tuvo repercusiones nefastas en la propagación del virus, o si uno se opone a reducir el complejo problema de la violencia a algo tan simple como el género: la «expertitud» es de ellos, punto… y cualquier «pero» te puede convertir en un ser de esas cavernas de las que ellos salieron leyendo a novelistas rusos y viendo películas de Buñuel y de cine checo independiente. Tú no lo sabes, estás muy por detrás de ellos, adorando falsos ídolos entre unga unga. Ellos, por el contrario, son la luz, el bien y la verdad…como el prisionero liberado. En cierto modo, son figurantes de Sócrates, con la única diferencia de que el filósofo sólo sabía que no sabía… y éstos, sólo saben que saben mucho. 

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