Vulcano

Creo que fue  la primera y la última vez que escuchaba una verdad tan perturbadora. Era yo muy joven y, por tanto, lo ignoraba casi todo. Aquellos programas no solo me gustaban, ¡me fascinaban! Me estoy refiriendo a Cosmos, de Carl Sagan. Nunca un profesor me había explicado la tabla periódica de los elementos químicos como él lo hizo. Entendí (¡por fin!) la masa y el número atómicos. Grande y humilde como era, le recordó a la audiencia su fragilidad radical: la naturaleza, dijo, no tiene en cuenta nuestros deseos ni nuestros miedos. Hablaba de realidades inconmensurables y sobrehumanas. La tierra estaba cruda por dentro y el sol acabaría enfriándose. Nos descubría las enanas blancas, los agujeros negros, los púlsares. Hasta la muerte individual se hacía pequeña, si no insignificante.

No olvidé la lección ni llegó otra que la sustituyera o la refutara. El infinito cósmico (y subatómico) se expandía violento, anterior a nosotros y, dolorosamente, nos sobreviviría. Aún recuerdo el capítulo dedicado a la evolución de las especies. Ya existían los océanos, pero el hombre todavía no pisaba la tierra. El método científico (a menudo muy contraintuitivo) y la comprobación empírica habían desterrado mitos y errores de cálculo. El horizonte no caía a chorro y eran los planetas los que giraban alrededor del astro rey. Sabemos que hubo agua allí donde hoy se extiende el desierto. Se han encontrado fósiles marinos en las montañas.

Ya en tiempos de Galileo convivían dos escuelas muy polarizadas: por un lado, el rigor hasta donde le fue posible y, por el otro, las creencias canonizadas. Hoy la llamada “comunidad científica” va cambiando de paradigma y se ahoga en sus propios dogmas. Paralelamente una especie de superchería pagana, (muy puritana), disfrazada de sabiduría ancestral, nos sitúa en el centro, pero de todos los pecados. El hombre se reconoce como hijo, pero no del Padre. Es mamá tierra la que impone su autoridad, nos riñe, nos propina unos azotes. Se revuelca enfadada, incluso furiosa, porque nos portamos mal y estamos siendo niños malos. Yolanda Díaz se echa en brazos de la matria.

Dice Wyoming, el grande, que “la naturaleza está tratando de decirnos algo”. Tendría que explicar a los habitantes de La Palma por qué merecían lo ocurrido. Al fin y a la postre, unos son castigados y otros no. Quizá vivir en la falda de un volcán tenga algo que ver. Más desenfocada aún, Reyes Maroto habló de espectáculo “para turistas”. Yo no sé si fuman porros o padecen “el síndrome de la Moncloa”. Por lo que se ve, ser ministra es muy difícil, por lo barato que se subasta el puesto. Cuando quiso arreglarlo, todavía lo estropeó más.

Vivimos en un planeta azul y bello, pero hostil e inhóspito por todas partes: desiertos, casquetes polares, terremotos, tormentas de arena. Las amenazas externas también existen. Los meteoritos, ¿quién los envía? Este mundo, ¿tiene un comandante en jefe? ¿Es verdad que no juega a los dados? Si hubiera que asentarse en zonas “seguras”, habría que desplazar a millones de personas: la falla de San Andrés mide 13000 kilómetros y al pie del Vesubio viven más de 3 millones de almas.

Ha vuelto a ocurrir, con un tremor telúrico, delante de nuestras cámaras y drones. La realidad que conocíamos se detiene colapsada. De pronto, somos títeres, aplastados como hormigas: allí donde había un mundo, no queda nada. El nuevo paradigma es el llamado calentamiento global o cambio climático. Ahora lo explica todo y todo se explica en función de ese apocalipsis. Para ilustrar los discursos, escogen imágenes de tifones o inundaciones, como si nunca antes hubieran acontecido, pues las condiciones, por lo visto, permanecían “inalteradas”. Quizá porque Dios nos hizo “a su imagen y semejanza” el ateísmo más ramplón salva lo que haga falta, excepto la dignidad humana. Nos declaramos culpables, por existir y ser como somos. El hombre ya vivió “en armonía con la naturaleza” y su expectativa de vida era muy corta. A finales de los 50 y principios de los 60, las riadas mataron en España a más de 800 personas.

Y es que de la caverna hemos salido todos, sin excepción. Como afirma Miguel Anxo Bastos, lo que hay que explicar es la riqueza, no la pobreza. Nuestros niveles de confort son tan altos, (y se confunden con la certidumbre) que las nuevas generaciones ya no distinguen: hablan de un volcán como si fuera un incendio. Sucedió en la tele, ¡cómo no! Una reportera preguntaba cómo apagar la lava. Un usuario de las redes deseaba que llegaran las lluvias, para resolver la papeleta. Hasta un grupo de bomberos pretendía redirigir el curso del magma, con 12 metros de alto y a 1500 grados de temperatura.

Es difícil de aceptar, pero no nos queda más remedio: el tsunami del sudeste asiático fue real, recreado después en Lo Imposible. Para rodar, utilizaron 27 millones de litros de agua y muchas cámaras, pero los 230.000 muertos murieron de verdad. Creemos hasta en la existencia del pato Donald, pero no en “los hechos”. Proliferan religiones por doquier, surgidas de nuestra necesidad de “lo sagrado”. Hay vida en la tierra, pero la tierra no es una madre, a no ser que aceptemos lo mucho que nos maltrata. Contaminamos nuestro nicho, pero las vacas también. Sus flatulencias “naturales” son metano y dióxido de carbono. De las entrañas del volcán sale dióxido de azufre. Respirar “naturalmente” puede envenenarnos. Hace días se pedía la “justicia climática” en las calles. Gritaban como ciegos, perdidos en una desesperación trascendente. Estamos solos, en medio de un universo frío y oscuro. Y todo lo que se nos ocurre es convertirnos en Dios y el diablo.

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2 Comments

  1. de verdad que está llena de verdad por muy directa que sea su opinión, invita a reflexionar en nuestro aquí y ahora, pensarnos dueños y amos de un planeta a veces suena hasta ridículo con lo pequeños que somos…, de lo poco empáticos que somos con nuestro hogar…

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