Son muchos los que, acaso por la conjunción de su carácter, la fuerza de las circunstancias y su fortaleza, han acordado su vida a la directriz recomendada por Marco Aurelio: si puedes soportar tu infortunio no te lamentes, y tampoco si no puedes, porque a tu infortunio agregarás tus lamentos.
La glosa es mía. El contenido del emperador filósofo.
Muchos otros, por el contrario, han hallado el modo de extraer ganancias de sus males, reales o supuestos. Más de los supuestos que de los reales, lo cual es gran vileza. Pero no puede negarse que es un logro admirable, una filigrana inmoral, fingirse víctima, creerlo y, sobre todo, hacer que otros lo crean hasta el punto de hacer recaer sobre ellos la culpa, la hagan suya y quieran repararla. La víctima fingida se transfigura así en verdugo y los supuestos verdugos en víctimas a las que oprimir. No es una perversidad inusual.
No es fácil ser víctima real, porque eso siempre depende de otros, de que haya criminales reales, así que vale de poco esforzarse. Sin embargo, no es difícil ser víctima fingida y sí muy provechoso. Para ello hay que lograr convencer a los demás de que cuando trabajan, hacen deporte, conversan con los amigos, pasean, etc., es decir, en su conducta ordinaria, llevan inscrita en su persona la ofensa, el desprecio, la tendencia al homicidio incluso, contra quien está buscando el rédito debido a su abyección. Si tiene éxito en ese arte tan depurado del resentimiento, se ha convertido en víctima de algo y está en condiciones de exigir que se le pague la deuda.
El que se siente humillado por la mera presencia de otros siente por ellos rencor y en su conciencia labora por trocarlos en causa de su infortunio. Es un rencor peculiar, es el odio de la hiena agazapada. Como no hay motivo ni fundamento para ello en la conducta de los otros y como no puede dirigirse contra ella, apunta contra lo que son y contra el mero hecho de que existan. No es lo que hacen, sino aquello en que consisten, lo que provoca el tormento en la víctima fingida. Esta clase de enemistad es la más honda que hay. No puede erradicarse, pues no se dirige contra cosas que pudieran cambiarse, como las conductas o el aspecto exterior de los individuos. Es enemistad irreconciliable, porque no puede ser amigo de alguien quien en secreto lo maldice por ser lo que es.
Un magno ejemplo de esto es ese sistema de ideas, o lo que fuere que sean esas cosas que se han metido en la cabeza de muchos, que define al varón como estructuralmente agresivo contra la mujer. Puesto que “estructura” equivale a “esencia”, hay que inferir que quienes introducen en su mente esa convicción retornan a las torpes ideologías biologicistas de la primera mitad del siglo pasado. Si eres varón estás signado por la violencia contra quien sea mujer, mas no porque te hayas hecho violento en tu vida, cosa accidental, sino porque la agresividad brota de ti y tienes el deber de reprimirla, por mucho que tu carácter sea pacífico. El que nace hombre es para siempre hombre y lleva en su frente la marca de la bestia. Es su destino y su condena inmarcesibles. Eso te enseña la supuesta víctima. Como si pertenecieras a otra especie y no fuera precisamente la conjunción de los sexos lo que hace la especie misma.
La víctima fingida accede a un reconocimiento y privilegios usurpados. La víctima real lo es de un real criminal. A esta se deben la justicia y la dignidad. La otra es indigna. Con la real va nuestro padecimiento, que no otra cosa significa la palabra compasión, contra la fingida sólo es aconsejable la repulsa.
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