Tras ver la película ‘Everest’

Me dio mucha lástima ver el trágico final de algunos de los que murieron allí, aunque conocía de antemano lo que sucedió en aquella expedición. Lo que también me apena sobremanera, es ver como los humanos siempre convierten en negocio hasta lo más sublime, como es ascender a una majestuosa montaña. Es denigrante ver el basurero en que han convertido ese lugar que para muchos de nosotros es sagrado. Tanto los alpinistas que dejan toda clase de detritus y chatarra demostrando su egoísmo y desprecio a ese majestuoso lugar, como las agencias organizadoras de las expediciones y toda clase de mercachifles vendiendo de todo, han convertido el paisaje en algo ruinoso. Yo tengo una máxima: “Lo que se populariza, se vulgariza” y otra más ‘cheli’: “Pasa de adónde va la masa”. Por fortuna, las autoridades de Nepal se están poniendo muy serias con este asunto.

En mis años de juventud estuve yendo a la montaña a practicar marcha y escalada. Cuando digo montaña, hablo de “montículos” comparados con el K2, el Everest o el Nanga Parbat (Montaña desnuda), por citar algunos de esos impresionantes colosos. Mi pequeño Himalaya eran mi amada Pedriza o mi temida Maliciosa, que es esa especie de pirámide azulada de la Sierra de Guadarrama que se divisa desde Madrid, sin olvidarnos de la atractiva y “traicionera” Somosierra. En aquellas modestas, pero maravillosas cumbres, tuve experiencias suficientemente duras como para imaginarme lo que sentirían los fallecidos en aquella tragedia en los Himalayas.

Noche de fin de año del 65 (creo recordar), mi club de montaña, “Los Galayos”, organizó una marcha para festejar el Año Nuevo. Éramos una cordada de seis alpinistas, La idea era la de coronar la cumbre de Malciosa y la de brindar con cava y terminar en La Bola del Mundo ya en el Nuevo Año. Comenzamos a ascender por lo que se conoce como “El Tubo”, que es una especie de gran tobogán por donde la montaña se va derrumbando con el paso de los siglos formando una pedrera de grandes rocas e inmensas paredes llamadas farallones. Ahí, en esa mole de granito que a lo largo de los años se ha cobrado la vida de más de un alpinista, lo pasé tan mal que al alcanzar la cima me dejé caer en la nieve helada y dije a mis compañeros de cordada: ¡No puedo seguir, aquí me quedo! Estaba tan exhausto y me sentía tan enfermo que no me importaba morir allí, en aquel paraje helado y mirando las estrellas, ¡Palabra! Mis compañeros, que eran tíos experimentados y más mayores que yo, me contestaron: ¡Vale, ahí te quedas! Y siguieron su marcha nocturna hacia “La Bola del Mundo” (Navacerrada). Lógicamente, me estaban poniendo en el trance de: “o te sobrepones y te esfuerzas o tú verás, no te vamos a tratar con mimos”.

Y, efectivamente, me sobrepuse, como ellos esperaban, y caminé tras la cordada de curtidos montañeros, como un sonámbulo mientras iba clavando mis “crampones” esas zapatillas metálicas con púas de acero que se ponen en las botas, para no resbalar en el duro hielo. Mientras tanto unas malditas y viejas botas de montaña que me habían prestado, (mi escaso pecunio de aquella época no me permitía comprarme unas adecuadas) me iban rozando los talones hasta destrozar las medias de lana y roer dolorosamente mis talones. Cuando llegamos a Bola del Mundo en un precioso y clarísimo amanecer del 1 de enero, vomité. Tenía fiebre, y cuando en la tienda de campaña, mis compañeros, ahora sí, cariñosos, me quitaron las botas de tortura malaya, las medias blancas se habían convertido en rojas, empapaditas de sangre de mis talones. Os cuento esta batallita para que os deis cuenta de que si en una sierra tan “domestica” puedes sentirte tan mal y desamparado como yo me sentí, imaginaos esa pobre gente aplastada por un gigante enfurecido de casi 9000 metros.

La conclusión que saco de mi experiencia alpinista es que, no hay montaña grande o pequeña que no signifique riesgo de muerte o grave accidente, todo dependerá de las circunstancias. Aprovecho también para deciros a lo que no lo sepáis que me llamo Sherpa en recuerdo de aquellos maravillosos años de juventud en los que la vida me permitió saborear, aunque de forma humilde, el alpinismo. Sherpa, según mi admirada y leída Alexandra David Neet significa, más o menos, “El pueblo que vino del Este”: Sher= Este y Pa= Pueblo u hombres.

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