Descubren algunos, en estos tiempos, que lo de James Bond como profesión no era una leyenda. Que Mata Hary, no fastidies, pudo ser un personaje real y que muchas películas del cine americano y novelas de misterio con interesantes y pintorescos personajes mencionados como espías pudieron ser reales, sacados de la mismísima realidad, ¡válgame!
Y, conforme se conocen más datos, conforme aquellos que iniciaron el escándalo convirtiendo el virtuosismo legal del Estado instrumentalizando recursos en defensa de sí mismos, y a través de los mismísimos jueces, se revuelven en sus poltronas mostrando una sobrevenida incomodidad sórdida pero de diseño; la opinión pública, medio sorprendida y medio perdida, se avalanza a consumir una más otra información.
El pueblo se transforma y, habiendo abandonado a su suerte el programa Salvame por razones más que obvias, se lanza al consumo casi osceno de todos aquellos datos que, realmente, puedan darle sentido a todo esto. Y, como era de esperar, ya hay verdaderos expertos en la materia, que se han visto trescientas veces cada noticia al respecto y son capaces de contarte hasta las canas que luce en sus barbas el portavoz de ERC o cuántas hendiduras han desaparecido de la cara del Presidente después de presuntos repetidos tratamientos para eliminarlas.
Y, de trasfondo, el espionaje. Un espionaje que, a falta de conocimientos de aquellos que ya lo saben todo, menos lo que es el espionaje, se convierte de repente para algunos en el aguijón que pinchó desde Marruecos el resorte de un Sánchez pillado en mil «travesuras» y que se ve obligado a ceder definitivamente el Sáhara al vecino país del sur para callar bocas…
Si más de una boca se callara qué inmenso favor haría al Estado, a los medios, a periodistas, a sus vecinos y hasta a su confesión religiosa o congregación de laicos ateos de cualquier hecho no razonable ni tangible ni científico.
«Mire usted, es de tal retorcimiento el tema que diríase que doña Robles se ha visto en el compromiso de tener que disculpar a los del CNI, que estarán los de la serie…» dirá más de uno. «Pues le digo a usted que a mí el que no me gusta es el Pugdemon ese, que ha hecho de esto un circo en Europa y otra vez nos van a tomar por payasos», le respondería otro mientras que un tercero sentenciaría… «No se preocupen ustedes que de ese payaso no nos atribuyen en Europa ninguna de sus farsas».
«¡Qué maravilla de invento! ¡Cuantos programas nos ha dado! ¡Cuánta audiencia! ¡Y cuanto menos se entera más interés tiene en hacerlo, así que no expliquéis nada y mostrad un lenguaje disperso, que así mejor se acerca la ignorancia a la verdad que la verdad a las pérdidas económicas!»
Y así continúa, uno tras otro día, tras otro, el entremés más deseado, el que distrae a los espectadores de las mayores tragedias en cada acto. Y así andan, unos y otros, ansiosos de novedades, de ver en qué personaje recae el siguiente episodio, cómico por ridículo y gracioso porque la mayoría ni lo entiende.
Pues sí. Existen los espías y el espionaje como existen los chismosos y los chismes, que pajero fue el invento cuando los chismes comenzaron a usarse como instrumento contra el prójimo. ¿Y cómo damos forma o expliación a esto? La respuesta es bien sencilla, la marca la capacidad institucional de quién espía sobre la persona a quién espía así como la legalidad del proceso. Unas garantías que más quisieran muchas víctimas de chismes y aterroriza a muchos alcahuetas.
Lo que pocos se contestan y es que ni se lo preguntan es la razón por la que los presuntos espiados se han dado cuenta de que lo son. La respuesta no puede ser otra que lo han conseguido espiando a los espiadores de los que siempre sospecharon. Y es que cree el ladrón…
¡Oigan, que hasta a mí me ha dado para un artículo!
Se cierra el telón.
Periodista, Máster en Cultura de Paz, Conflictos, Educación y Derechos Humanos por la Universidad de Granada, CAP por Universidad de Sevilla, Cursos de doctorado en Comunicación por la Universidad de Sevilla y Doctorando en Comunicación en la Universidad de Córdoba.
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