Reformas electorales

La campaña electoral a los ayuntamientos y a los gobiernos y parlamentos de diversas comunidades autónomas ha comenzado y como diría César, alia iacta est, la suerte está echada. Sólo falta la escenificación de la obra para que los indecisos aplaudan a su actor favorito. Pero llegados a este punto, y sorteando todo tipo de encuestas que estos días han ido aflorando, junto a la sabiduría popular, que la impopular también, de la que no faltan sus cávalas, no dejan de aparecer predicciones más o menos sensatas que nos llevan a la idea de que en no pocos casos las urnas se van a decidir por gobiernos necesariamente pactados.

Son diversos los movimientos ciudadanos que a lo largo de los últimos años han profundizado y pedido reformas de las leyes electorales. Entre ellos destaca la iniciativa Otra Ley Electoral (OLE) que cuenta con el apoyo de numerosos e importantes intelectuales y nombres de peso de nuestra sociedad en diversas áreas. Y razones hay, y son muchas; desde el injusto reparto de escaños que proviene del interés en contentar a los nacionalismos y que lleva como consecuencia una sobre representación en ciertas comunidades y provincias, en las que el acceso a un escaño nacional cuesta menos que en otras, produciendo como consecuencia que les sea mucho más sencillo a los partidos regionalistas y nacionalistas acceder en número y posición en el Congreso, hasta que, precisamente, un partido que se presente a nivel nacional y obtenga más de un millón de votos podría no llegar a entrar en la cámara de representantes mientras que en estas provincias, estos partidos, con tan sólo unos miles de votos sí pueden entrar y con unos cien mil pueden tener hasta grupo parlamentario.

En los últimos años, de añadido, también se ha hablado, y no poco, del tipo de cámara que representa el Congreso, que es de representación de la soberanía nacional, de todo el país, mientras que el Senado sí es una cámara de representación territorial. La existencia de cada vez más partidos regionalistas y nacionalistas en el Parlamento han terminado por convertirlo en multitud de debates e intervenciones en una cámara en la que se dirimen más los intereses de las comunidades autónomas, de sus territorios, que del propio Estado y del conjunto de los españoles.

Pero, debido a la irrupción con cierta fuerza de nuevos partidos en el espacio político nacional, una nueva amenaza se ha instaurado en nuestra Democracia. Y sí, desde un punto de vista objetivo con el concepto democrático, es absolutamente legítimo… pero lo es porque ese punto de vista está puesto en nuestra Ley Electoral, no porque sea el único punto de vista democrático ni porque sea el más útil para nuestro sistema. Hablo no de otra cosa que de los pactos de Gobierno. En esta legislatura, precisamente, estamos experimentando por primera vez las consecuencias de un Gobierno compartido por dos partidos políticos y con una escisión de uno de estos. A tenor de las consecuencias cabría preguntarse si, democráticamente, es lícito que un partido que ha recibido el apoyo de menos del trece por ciento de los votos pueda tener el poder de decisión y hasta de imposición de sus políticas bajo la amenaza, al partido más votado, de que de no permitírselo pondría en jaque la continuidad del pacto y del propio Gobierno.

Y no se trata de una cuestión ideológica. Estas mismas circunstancias se han producido en el Gobierno de Castilla y León y en ambos casos los presidentes se han tenido que comer con sopas desde las salidas de tono, los errores técnicos en la redacción de normas o hasta la imposición de ciertos discursos y líneas de acción que, es más que evidente, no compartían, al menos hasta ese grado. Es indudable que un Gobierno de coalición suele ser un Gobierno que, de alguna manera, desgaste. En Andalucía, sin embargo, esto no llegó a ocurrir las veces que el PSOE compartió el poder con Izquierda Unida y con el Partido Andalucista. Tampoco ocurrió cuando el PP de Moreno Bonilla compartió, en la pasada legislatura, Gobierno con Ciudadanos. Sin embargo, en todos estos casos los partidos adscritos al más votado actuaron de tal forma, sin producir el impacto propagandístico de sus propias iniciativas o decisiones en los gobiernos, que esto no produjo sino una debilitación de los mismos al ser solapados por los presidentes de turno. Las siguientes elecciones, tanto IU, como el PA como Cs, se pegaron sus correspondientes varapalos electorales. De hecho, tanto el PA en su momento, como Cs hace escasamente un año, acabaron por desaparecer del Parlamento andaluz.

En el caso de las nuevas formaciones políticas que han entrado en las cámaras de representación, por su extremo ideológico y su carácter impositivo, sería mucho más complicado que esto ocurriera si no es fruto no de otra cosa que de sus propios errores y la exhibición de una forma de gobernar con la que no se identifica el electorado que los votó. Sin embargo, más allá de todas estas reflexiones, quienes en mayor medida pagamos el pato de la inestabilidad que conlleva tantas cesiones, y el hecho de que, como dije anteriormente, partidos con una mínima representación impongan su discurso, somos los ciudadanos.

Visto esto, mi planteamiento es más que evidente, a tenor de lo expuesto. En España se hace cada día mucho más necesaria una reforma del sistema electoral. Esta reforma, en principio tendría varios puntos muy fuertes que podrían cambiar por completo desde la configuración de nuestras cámaras de representación como la solidez de nuestros gobiernos. Se trata, evidentemente, de hacer un reparto mucho más justo y democrático, igualitario y justo, de los escaños por provincias y, por qué no, conceder la opción de la reserva de algunos escaños a aquellas formaciones que, a nivel estatal, hayan obtenido un gran apoyo sin conseguir con ello acceder al Parlamento. Por otra parte, yo apostaría, sin duda, por un sistema presidencialista en el que el color del Gobierno se eligiera en segunda vuelta y que evitara, precisamente, este tipo de situaciones. La segunda vuelta se produciría siempre que el partido más votado no hubiese alcanzado un apoyo superior al 45 por ciento o una mayoría absoluta en la cámara del Parlamento. Un sistema presidencialista.

Por supuesto que habría que analizar muchos otros hilos de la Ley, aparcar los intereses particulares y apostar, con esa manida expresión por tanto usada desgastada pero cierta del interés general, y ampliar el punto de mira de esta reforma a las elecciones autonómicas y municipales.

Hoy estoy plenamente convencido de que esta reforma es muy necesaria y que tendría un apoyo mayoritario entre la población. Pero es más, y por desgracia, creo fielmente que tendrá mucho mayor apoyo si cabe dentro de tres años habida cuenta de lo que se avecina tras los previsibles resultados que se darán en las elecciones del próximo 28 de mayo.

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