Espacio y tiempo tras la industrialización

Espacio y tiempo, sea cual sea su naturaleza, configuran el entramado de nuestra existencia como mundanidad. La interacción entre ambos es siempre supuesta, desde el concepto de inflación cósmica y en todos los sistemas predominantes de la física. El carácter objetivo, cuantificable y matemático de ambos, o bien su condición relativa, subjetiva y vivencial, sigue hoy en día en discusión, pero lo cierto es que ambos pertenecen a la forma como tratamos al ser con y en el mundo, por lo que es lícito presuponer que, al cambiar el mundo, este trato también expresará nuevas experiencias espaciotemporales.

Así pues, no es esencialmente crucial si cada una de ellas es o no una realidad objetiva, sino que la experiencia inmediata que se tiene de ellas está de algún modo mediada por el ritmo de vida y la configuración cultural en la que estamos insertos. En términos científicos, la idea que señala la interacción entre ambos siempre se basa en el presupuesto de un sistema referencial (mundo de cosas) cuya relación explicará nuestra experiencia espaciotemporal y la posibilidad de conocer ambos.

Partiendo de una idea similar a la que en filosofía se denomina «realismo ingenuo» (el mundo es un estado de cosas tal y como se nos presentan a la experiencia, de una forma neutra), la física clásica de vertiente newtoniana entiende que el espacio es un sistema de coordenadas geométricamente abordables, y el tiempo una constante de modo que el espacio es igual al producto de la velocidad por el tiempo; la velocidad igual a la división entre el espacio y el tiempo; y el tiempo igual al espacio dividido por la velocidad. Este mecanismo da frutos a la hora de conocer el movimiento, pero poco dice sobre nuestra experiencia interna y el modo cómo interactuamos con el mundo, sino que constituye la base de sistemas para describir el comportamiento de los fenómenos.

En el siglo XX irrumpe en escena la relatividad de Einstein, que, con una sencilla fórmula (sencilla en apariencia), llega a demoler los presupuestos newtonianos al establecer que la constante es la luz, concretamente la velocidad de la luz, que es insuperable por ningún otro factor, de modo que el movimiento incide y modifica el tiempo que pasa, ya que entonces, para dos observadores que se mueven a velocidades distintas, el tiempo es diferente.

Hemos de aceptar que al ser humano le es propio un afán por territorializar el entorno en el cual vive proyectándose existencialmente. En este sentido, le es necesario dotar de coordenadas y parámetros a dicho entorno con el que trata. Si la velocidad transforma el tiempo, la forma como interactuamos con el mundo en tanto que somos a mayor o menor velocidad, expresará modos de ser espaciotemporalmente distintos según la época y la situación histórica en la que uno sea.

Esta experiencia se expresará especialmente en el tiempo subjetivo, el de la vivencia, pero también en el ritmo del espacio público que absorbe nuestro vivir a diario. El ajetreado tiempo de este espacio público no es exactamente el mismo que el tiempo compartido mediante el uso de relojes, cuya medición presupone justo lo que la relatividad pone en cuestión, a saber, que el tiempo es una constante.

 Si el tiempo del reloj rige nuestras vidas de una manera artificial mientras que los tiempos vivenciales, subjetivos, y también los del conjunto social, son relativos a la velocidad de nuestra existencia, la pregunta sería de qué manera nuestra percepción espaciotemporal ha sido sustancialmente modificada por la irrupción en las últimas décadas de una serie de cambios sin precedentes que han agitado y conmocionado el trato mundano de nuestra vida. Se trata de la industrialización, la cual ha transmutado la velocidad en prácticamente todos los ámbitos humanos, y, por ende, con ello, nuestra configuración espaciotemporal.

Los cambios acaecidos como consecuencia de las revoluciones industriales, sin olvidar que seguimos inmersos en la tercera oleada, de carácter digital y ciberreal, responden a numerosos factores que se hallan ensamblados; no es fácil discernir hasta qué punto cada uno de ellos ha contribuido individualmente a emprender este giro en nuestra percepción del espacio y el tiempo sino que más bien parece que operan en conjunto como parte de un estadio histórico que marca un hito evolutivo cuyas consecuencias están aún por considerar y conocer.

En primer lugar, el campo espacial crece hasta límites inauditos en los últimos tiempos. En otras épocas el entorno inmediato del individuo era el contexto del cual extraía su sentido vital. Se trataba de un mundo de dimensiones humanas y humanamente individuales. Nuestra noción del espacio hoy en día se halla imbuida en una representación de lo geográfico en términos planetarios. Inmediatamente experimentamos nuestros lugares como partes mínimas de un todo mayor que jamás podemos aprehender ni captar, pero que dota de sentido a nuestra vida, porque el planeta, en conjunto, y no ya nuestra ciudad o pueblo, es el horizonte del que proviene toda la información con la que ocupamos nuestro día a día, pero también el horizonte al que hemos de dirigir nuestra mirada para desarrollar nuestras aspiraciones, sueños y metas como nuevos sujetos cuyo papel es el de la ciudadanía cosmopolita. El campo espacial mental es planetario de entrada, pero no desde un imposible, sino como un generador de sentido plausible y abierto a nosotros: ofrece trabajos, nos trae personas de lugares lejanos, contemplamos fotografías y/o videos, nos llegan noticias que nos afectan…

La nueva proximidad del mundo como horizonte planetario, inmenso y a la vez plausible, que configura nuestro sentido espacial, es consecuencia del proceso industrializador en tanto que uno de los inventos sujeto a permanentes e inmediatas mejoras, fue el transporte. Los medios de locomoción, desde los ferrocarriles, los automóviles y finalmente los aviones, alteraron nuestra representación mental del espacio porque desagarran las experiencias naturales de la velocidad. Todo trayecto se hace viable en términos de tiempo breve. Esto cambia completamente nuestra percepción del movimiento y la vida en general, pensemos que, por ejemplo, en la edad media, un viaje al lejano Oriente hubiese sido el viaje de tu vida, es decir, tu vida hubiese consistido precisamente en ese viaje; hoy en día, sólo hace falta tener medios económicos para hacer ese vuelo varias veces a la semana si es el deseo de uno.

La velocidad propiciada por los medios de transporte, al acortar los trayectos, reconstituye la noción espaciotemporal, desnaturalizando los límites propiamente humanos y ampliando su horizonte. La globalización ha ayudado a consolidar esta nueva sobrenaturaleza, por usar terminología orteguiana; pero también recientemente se va forjando una nueva concepción del espacio en términos de amplitud ilimitada, por un lado, como horizonte sideral, y por otro, cibernético. El espacio sideral, que es conocido de siempre, según se va explorando y crecen las opciones viables para su dominio, se torna en una dimensión factible para el ente terrenal que, de hecho, deja de ser estrictamente terrestre. Pero también el espacio cibernético, abriendo un sinfín de mundos susceptibles de ser experimentados en términos de realidad espacial, modifica sustancialmente la interacción del hombre con el entorno. Estas anotaciones son meras descripciones de la situación, pero son temas que quedan pendientes de ser analizados filosóficamente a fin de evaluar de qué manera concreta nuestra red conceptual sobre el mundo se ha visto alterada, y las consecuencias que ello acarrea.

Como se observa, en los casos mencionados, la causa del cambio de configuración es, en último término, la técnica como medio de dominio y factibilidad que funda mundo. El sistema productivo se ha visto revestido de medios técnicos primero, digitales después, hasta extremos inauditos, de modo que el mundo, esto es, espacio y tiempo, se ha convertido en una maquinaria cuyo movimiento nos da de existir.

¿Cómo no iba a ser el hombre expuesto entonces a nueva experiencia espaciotemporal tanto del mundo como ajetreo que atrae su vida, como de sí mismo como existencia sujeta a ese vaivén de rutinas y ocupaciones? La maquinaria, en su funcionamiento casi mecánico, imprime una nueva temporalidad que se traduce en una novedosa conciencia sobre nuestra propia esencia como seres humanos, un sentido cronológico veloz, unidireccional, imparable. Incluso el ocio se mueve en la efervescencia del ruido y quehaceres absorbentes, sustrayéndonos así de nuestra interioridad sosegada. Todo sigue su curso, y con ello, el tiempo que somos se diluye sin apenas poderlo evitar.

Se da la paradoja de que, pese a que la maquinaria va rápida y atrae toda experiencia y toda interioridad hacia el ritmo de su movimiento (los ajetreos diarios, desplazamientos pendulares, pensamientos líquidos, ruido, novedades constantes, dislocación del yo…), el hombre se encuentra, en términos objetivos, es decir, según el tiempo que marca el reloj con suma precisión, con más tiempo libre que nunca antes. El sistema productivo es de tal colosal diseño que produce tiempo de más porque posibilita un excedente de realidad al producir tanto y tan rápido. En otros tiempos, los hombres se hallaban existencialmente dependientes al trabajo por realizar, de modo que el ocio era un bien reservado a las clases más altas. El problema estriba en saber el porqué de esta paradoja, y por qué y de qué modo disponer del máximo tiempo y espacio posibles en términos objetivos, no se traduce en una gestión sosegada del tiempo y el espacio, sino que éstos están desbordados respecto a la escala de existencia humana.

 ¿Podría la sobreproducción de realidad espaciotemporal, consecuencia del frenético ritmo de vida, explicar esta paradoja? Es decir, ¿podría la paradoja explicarse atendiendo a la saturación de realidad? La donación de tiempo y espacio y la ulterior sustracción de los mismos no es un tema baladí, expone al hombre a sus problematicidades más desgarradoras porque evidencian la falta de tiempo para serlo (para ser el tiempo), es decir, la posesión de más tiempo, o el tener tiempo de más, al estar encauzado en la maquinaria rítmica que nos absorbe, impide ser-nos (el) tiempo para tomarnos con el temple de ánimo apropiado hacia la realización de nuestro ser. Es probable que estas cuestiones no lleguen a considerarse seriamente, pues a fin de cuentas nos falta (el) tiempo para pensar. Particularmente, mi mayor temor es que lleguemos a la vejez y tengamos la sensación de que todo ha pasado demasiado rápido… ese todo es nuestro existir. Pasó nuestra vida sin más, me temo que tal será el pasado al que nuestra generación hace ya frente como efímero instante del pulso postindustrial.

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