Hoy me invade cierta nostalgia. Desde que resido en Alicante, hace ya casi veinte años, ocurre que a veces veo a los niños pequeños haciendo sus tareas del colegio y me sorprende hasta qué punto han cambiado las cosas. En estos años, y especialmente esta última etapa, he visto cómo los profesores de tales niños les mandan cosas como dibujar y colorear la bandera de la Comunidad Valenciana. En principio nada malo, por supuesto.
Cuando van cumpliendo años, ese afán patrio regionalista se hace más que evidente. Se cuentan los orígenes de las festividades de la zona vinculándolas con un sentimiento de pertenencia a la tierra que los jóvenes asumen. La historia de la corona catalano-aragonesa (signifique lo que signifique eso) se estudia con mucho ahínco.. Por el contrario, de los visigodos, por ejemplo, nadie sabe nada…nadie enseña nada…
Se profundiza en las tipologías de los dialectos del valenciano (o del catalán o mallorquín, nadie sabe bien exactamente… todo depende de la posición política del profesor que te lo cuente) a través de mapas de coropletas que te aseguran que en Alicante, en Paterna o en Orihuela se habla uno de esos dialectos similar al que hablan en Olot o Vic.
He visto viñetas en algunos de los libros de valenciano (o quizás eran de ciencias naturales o de sociales, no sé, pues todos suelen estar en valenciano hasta el punto de que ya conozco alumnos que sólo imparten en castellano la asignatura de castellano) animando a los jóvenes a no responder una pregunta de un conocido si éste no te habla en valenciano para así salvar la perpetuación del idioma.
La nostalgia me vino cuando recordé mis años de estudiante en los colegios e institutos madrileños. Lo cierto es que a mí nunca me mandaron pintar banderas en clase: ni la de la Comunidad de Madrid ni tampoco la de España ni ninguna otra. Es más, creo que hasta los veinte años aproximadamente, ni sabía cuántas estrellas hay en la bandera de la CAM. Lo cierto es que estas cosas no importaban.
A mí ningún profesor me instó a saber exclusivamente sobre el monasterio de El Escorial, los cuadros de Goya o los artículos de Larra. Todo esto se enseñaba al mismo nivel y con la misma atención que el modernismo de Gaudí, las esculturas de Chillida o el Tirant lo Blanc. Uno piensa que en todas partes es igual, que nadie se siente especialmente orgulloso por nacer o vivir en una región determinada, y que esta mentalidad cosmopolita y abierta predomina allá donde uno vaya. Craso error.
En 2004, me mudé a Alicante con un puñado de sueños, pasto de la ansiedad y dispuesto a amar y a contribuir en la tierra que había escogido como nuevo hogar. Así, por ejemplo, una de las primeras decisiones que tomé fue querer aprender el valenciano. Yo estaba contento por ello y tras mis primeras clases, recuerdo presumir de estar aprendiendo una nueva lengua con los amigos que había dejado en Madrid, quienes además se interesaban en que les enseñase palabras nuevas. Yo tenía muchas ganas de aprender, así como voluntad de hablarlo cuando quisiese.
Pero pronto la ilusión se disipó cuando vi la verdadera cara del asunto. Y este giro hacia el conflicto y la animadversión no lo traía yo desde Madrid sino que fue la propia Alicante la que lo produjo. Según iba yo conociendo a los lugareños, empecé a entender que pese a los esfuerzos que yo hiciera, no sería fácil integrarme ni ser uno más ni tampoco contribuir a la tierra que había escogido como nuevo hogar. Y es que, de hecho, ya es bastante injusto que uno tenga que hacer esfuerzos para tal cosa… que no baste el deseo de trabajar o participar en la comunidad… que las capacidades o conocimientos de uno valgan menos que aspectos lingüísticos o criterios de origen.
Los primeros indicios de este desengaño llegaron en forma de broma, cuando entre risas mis compañeros se burlaban de la «z» de «Madriz». Estas bromas pronto se convirtieron en protestas contra los turistas en los meses de verano. Decían que estos madrileños molestaban y mucho, y que se les notaba que eran de Madriz. Los madrileños eran los pijos, los chulos, los bordes, los que no gastan y los que ensucian. Mi mente no estaba acostumbrada por aquel entonces a procesar la realidad de este modo, es decir, por clichés de idiosincrasias simplificadas. Todos estos años me han ayudado a comprenderlo: basta con ver las tareas de la escuela que hacen los niños aquí.
Al cabo del tiempo, todas estas chanzas y prejuicios se fueron intensificando. La primera vez que me dijeron, a modo de indirecta, «de fora vindrà qui de casa ens traurà» («de fuera vendrá quien de casa nos echará»), me dolió bastante. Entendí que yo siempre sería de fuera, exactamente de la meseta, tal y como algunos despectivamente dicen. Así también me lo hacían constar todos los profesores que me examinaban en valenciano cuando decían que mi acento es propio de alguien de fuera. Es algo que jamás me ha dicho ningún profesor examinándome de inglés o alemán, por ejemplo.
Octubre de 2017 desveló que, efectivamente, detrás de tantas bromas e indirectas subyacía un componente segregador de índole peligrosa. Aquel fue el año del procés catalán y también el año en el que muchos amigos y conocidos me eliminaron de sus vidas animándome a volver a la meseta y llamándome «colono». He aquí el resultado de enseñar a los niños a pintar banderas de su región. En principio nada malo, por supuesto.
¿Sabéis dónde jamás me llamaron «colono» ni les importaba que hablase castellano o valenciano, aunque fuese con acento de fuera? En SUMA y en los departamentos de recaudación de impuestos. Para eso sí soy de la tierra y estoy completamente integrado incluso si hablase sueco o finés.
Decía Mario Benedetti que el emigrante se queda sin hogar para siempre porque ya esté en su lugar de origen o en su nueva residencia, siempre le faltará uno de los dos y siempre echará de menos una parte de su alma. En el caso del madrileño emigrante, esto no se cumple estrictamente: nosotros siempre echamos de menos Madrid, cierto, pero nuestra ciudad es literalmente una parte del mundo entero, por lo que creemos que, como está abierta a todos, no nos pertenece. Nadie nos enseña a sentirla como un hogar propio. Creemos que es de todos y por eso cometemos el fatídico error de creer que allá donde vayamos, seremos recibidos en los mismos términos.
Muy bueno Ruben. Esta es la realidad