La ética de Aristóteles en nuestros días

Aristóteles fue sin duda uno de los pensadores más intrépidos de todos los tiempos. Su obra, la primera que pretende ser un corpus organizado que explique la totalidad de lo real, se mantuvo vigente durante siglos. Su física fue paradigma científico hasta la irrupción de las obras de Descartes y Newton; su astronomía, seguida por el propio Ptolomeo, no pudo refutarse hasta el giro emprendido por Copérnico y Galileo; su concepción de la vida siguió influyendo en la biología del siglo XIX; y, en este caso, su ética, centrada en reflexionar sobre la conducta humana (la palabra viene del griego «ethos», esto es, comportamiento), y que quedó recogida en una de sus más importantes obras dedicada a su propio hijo, «Ética a Nicómaco», puede aportar coordenadas de orientación incluso en nuestros momentos históricos. 

En líneas generales, la ética que defiende Aristóteles se encuadra en la concepción que tiene del mundo en general, y de la naturaleza en particular. Para Aristóteles, todo en el universo está llamado a realizar su propia finalidad. Así, cuando de la semilla brota la planta y crece, esto ocurre porque la finalidad de la semilla es llegar a ser esa planta. En el universo existe movimiento a consecuencia de que todo está en proceso de realizarse, o lo que es lo mismo, de actualizarse. Siendo esto así, el hombre también posee una finalidad que le es propia y, en tanto que lo que nos diferencia de los animales es nuestro raciocinio, la finalidad propia del hombre es la del cultivo de su inteligencia hasta la contemplación intelectiva de los principios de la realidad y la causa universal del movimiento (que unos siglos más tarde el cristianismo denominará «Dios»).

Aristóteles considera que perfeccionar esta característica implica adquirir la virtud (areté), es decir, alcanzar la excelencia, llamando virtudes dianoéticas a aquellas que están relacionadas con la mencionada sabiduría teórica que nos es propia para realizarnos (entelequia) como seres humanos. Sin embargo, Aristóteles también sabe que no todos los individuos son aptos para desarrollar  virtudes de este tipo (porque realmente la idea de que somos todos iguales es una falacia política del siglo XX) y por ello, junto a las virtudes dianoéticas, explica también que existen virtudes éticas, al alcance de todos y relacionadas con la vida práctica que se da en la sociedad, pues como animales lingüísticos que somos, nuestro ser está necesariamente asociado a una comunidad política desde la que nos perfeccionamos individualmente.

En este caso, la finalidad de toda acción es la felicidad (eudaimonia). Para conseguirla hay que incidir en nuestros hábitos, que no son sino acciones repetidas a las que nos acostumbramos, y trabajar sobre ello para dar forma a nuestro carácter (ethos). En este sentido, es de sabios moldear el propio carácater tomando nuestras acciones en serio para perfeccionarlas y hacer del hábito virtud. El criterio que Aristóteles propone para lograr perfeccionar nuestro ethos y así conseguir la virtud moral es la prudencia (phronesis), que se rige por el término medio: entre dos vicios, uno por defecto y otro por exceso, se halla la virtud. El ejemplo más famoso es el de la valentía, una virtud que expresa el equilibrio entre los vicios de la cobardía (por defecto) y la temeridad (por exceso). Aplicando regularmente este criterio a todas nuestras acciones, forjamos carácter virtuoso y podremos ser felices. Sin duda, Aristóteles es uno de los pensadores que con mayor facilidad podemos aplicar a nuestras vidas hoy en día y es por ello seguramente uno de los referentes más relevantes de la historia del pensamiento. 

Nuestras sociedades proponen modelos de comportamiento orientados hacia la consecución de la felicidad individual, y en ese sentido, el planteamiento sí es relativamente próximo al del pensador griego, pero también es cierto que según hemos logrado la comodidad existencial, los humanos hemos renunciado a la excelencia, porque exige un esfuerzo incómodo y no siempre recompensado rápidamente o en términos materiales. De hecho, en nuestras sociedades no se valora el aspecto intelectual, sino que éste suele ser despreciado o ridiculizado… o peor aún, reducido a la reproducción de algunos enfoques teóricos y culturales en auge sin aportar la garra crítica que se requiere para poner en tensión el pensamiento, que es clave para forjar una actitud intelectual. 

Los actuales sistemas educativos apuntan a esta dirección cada vez con mayor insistencia y contundencia. Habría que considerar si desde estos parámetros de acción y conducta y desde este comprensión de la realidad humana volcada en lo fácil y en la recompensa inmediata, sigue siendo posible realmente hablar de felicidad en términos de realización vocacional o si por el contrario, los humanos nos hemos condenado a nosotros mismos a la alegría efímera y al placer superfluo que hace de nuestra vida un mero sueño a merced de la inercia de las estructuras sociales y los gustos de las masas, negándonos así la posibilidad del mayor acontecimiento vital al que optamos como humanos: apropiarnos de nuestro ser. 

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