Quizá sea uno de los cuadros más violentos y desasosegantes que yo haya visto jamás. Me refiero al Saturno devorando a su hijo, de Francisco de Goya. En cierto sentido, (y más allá de su significado profundo), sería la antítesis de un cruel refrán, citado con demasiada alegría: cría cuervos, que te arrancarán los ojos.
Como acabamos de comprobar, hay hombres que matan a sus crías o a las de otros. También hay hijos que matan a sus padres. Tal fue el caso del llamado “asesino de la katana”, que además acabó con la vida de su hermana Down, de 9 años.
La violencia es un fenómeno de complejidad extrema e inherente a nuestra especie. No es difícil equivocarse, en el intento de explicarla y categorizarla. Acierta Marta Rivera de la Cruz, en su cuenta de Twitter, cuando escribe que prometer su erradicación es engañar e infantilizar a la sociedad.
Ha vuelto a suceder hace apenas unos días. España entera contiene el aliento, al ver cumplidos los peores presagios. Dos niñas de corta edad habrían sido asesinadas por el autor de sus días: ¿cómo puede un hombre “no anormal” violar la ley sagrada de la vida surgida de él mismo? Estamos ante el parricidio (parus=pariente, o par= igual) tan viejo como el mundo. En tiempos no tan remotos, estos crímenes eran recogidos en una publicación semanal conocida como El Caso. Había portadas con titulares del tipo Mata por celos a su mujer o Asesino pasional. También La envenenadora de Valencia o Asesinó a su propia madre.
Yo lo miro, y lo miro, y lo vuelvo a mirar en la pantalla de mi teléfono. No hay una marca, un aviso, una señal, algo. Es un hombre joven, aparentemente inofensivo, que sonríe. No existe un solo predictor que anuncie al monstruo que lleva dentro. Dos sirenitas vagando juntas se han convertido en el trasunto de una muerte temprana, tan prematura. Pescaito es el sobrenombre con el que una ciudadanía estupefacta despidió al niño Gabriel. Fue una mujer, hoy condenada a prisión permanente revisable, la que lo mató a sangre fría. A la niña Yaiza la envenenó su propia madre.
El crimen de Anna y Olivia se enmarca en un esquema rígido etiquetado como “violencia de género”. Al no asesinar a la mujer, se la llama “violencia vicaria”, dando cuerpo doctrinal a un comportamiento supuestamente aprendido por el sujeto y alentado estructuralmente. Planteándolo así, ponemos a la madre en el centro y como objetivo: las niñas, pues, serían solo un instrumento, rebajando, en cierto modo, la entidad de sus propias muertes. Hay muchas más víctimas, a poco que nos detengamos. Estas criaturas formaban parte de una familia extensa que muere en vida. Qué decir del dolor que pueda padecer el abuelo, que pierde a sus nietas y tiene que asumirse como padre de un victimario suicida.
Es evidente que hay una focalización sobre este doble crimen, en contraste con la omisión (incluso indiferencia periodística y política) en el caso de Yaiza y otros. Lucía Etxebarría (admite que las mujeres matan más niños que los hombres) nos explica que existe “la psicosis puerperal”. La madre queda así exonerada, en virtud de un desorden hormonal agudo. Dudo de que un argumento similar le sirviera para descargar de responsabilidad a un hombre. Yaiza tenía 4 años. Además la asesina misma prestó declaración: confesó que había matado a la chiquilla “para hacer daño al padre”. El lenguaje también se confabula: «mujer muere tras arrojarse al vacío con su hijo en brazos».
Podemos citar aquí el crimen de los niños de Godella. Tenían 3 años y 6 meses y murieron atrozmente a manos de sus progenitores. Después del juicio, hubo sentencia, sobre la cual merece la pena reflexionar: condenaron al padre a 50 años de prisión y absolvieron a la madre, alegando un brote psicótico y valorando la necesidad de su internamiento en un centro. Es extraño, pues ambos compartían el mismo delirio: estaban convencidos de que debían salvar a sus hijos de una secta, que los perseguía. El resultado es coherente con datos recogidos en todo el mundo: la justicia (los jurados populares incluidos) tiende a ser mucho más dura con los hombres que con las mujeres.
Percibimos a los hombres solo como verdugos y a las mujeres solo como víctimas. Los estudios (ampliamente replicados) revelan que revertir ese sesgo moral resulta casi imposible. El resultado no deja de ser paradógico: el estereotipo de víctima que el feminismo dice querer erradicar se fosiliza, se generaliza y se perpetúa.
Matar (y más en nuestro país) es un hecho extremadamente raro, desde el punto de vista estadístico. El dogmatismo más irreflexivo (un sector hegemónico del feminismo parte del constructivismo) alega que T. Gimeno es “un hijo sano del patriarcado”. Pretenden convencer a la opinión pública (que está dividida) de que existe un sistema concebido para fabricar asesinos de mujeres y de niños, por delegación. Contra argumentar (con datos en la mano) se ha convertido en blasfemia.
El mal habita entre nosotros, ejercido de forma individual o colectiva. La psiquiatría llega hasta donde llega y se detiene impotente. Los perfiladores de T. Gimeno hablan de un individuo “narcisista”, “competitivo”, incluso “infiel”. No veo en qué forma una personalidad tan común nos advierte contra el crimen. Soy de los que piensan que algo hace “click” en el cerebro de ciertos seres. Aún recuerdo el asesinato de una adolescente, perpetrado por su madre y una tía. Pensaban que llevaba el demonio en el cuerpo. Literalmente, le arrancaron las entrañas una madrugada.
Se impone una conjura de silencio, si la víctima es él y ella el verdugo. Los hombres matan más, pero eligen matar a otros hombres preferentemente. Parece discutible que asesinen a su pareja o expareja “por ser mujer”. La violencia se ejerce con quienes mantenemos conflictos o interactuamos. Se califica de “negacionista” a cualquiera que proponga un diagnóstico alternativo. No se le concede ni el principio de caridad que debe prevalecer en todo debate. Las agresiones entre personas del mismo sexo ponen en solfa ciertos discursos “de género” casi acatados. Ni los celos, ni la ira, ni la venganza, (falta el factor X), explican que Gimeno haya descendido a los infiernos, llevándose con él a sus hijas.
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