Una noche en la ópera

Solemos decir aquello de que la realidad supera a la ficción, pero a veces esa ficción superada es más propia de películas de humor serie B norteamericanas que de películas de terror de culto. Y no es que tenga nada contra el cine de humor, y menos contra esos intentos tontos y repetitivos de los que abusan ciertos directores norteamericanos para sacar a modo de paquete de la máquina de fabricación un producto exactamente igual al anterior o al siguiente, sólo que me cansan, aburren y dan pereza.

Luego están las películas de humor que son eternas, aquellas que son hitos del cine, muchas de aquella época dorada de la que pocos tuvieron la suerte de formar parte y que constituyen la fórmula inicial, primitiva y perfecta del ejercicio de la magia de un humor inteligente, pero además crítico, sarcástico y hasta, por qué no decirlo, tragicómico.

Entre estas obras inconmensurables están varias protagonizadas por una de las primeras sagas que se recuerden en el mundo artístico del celuloide, la de unos hermanos cuyo apellido, más en la época en la que se hicieron famosos a través de la gran pantalla, ya era algo más que una advertencia de a lo que podrían llegar tras sus interpretaciones. Los hermanos Marx consiguieron y mantienen entre sus obras a cinco de las consideradas entre las cien mejores comedias de todos los tiempos por el América Film Institute.

Quizás la mejor de ellas sea Una noche en la ópera. Y, dentro de esta obra de arte en blanco y negro, con los colores de la talla de una piedra sin relieve y en movimiento, esa escena en la que uno de los cinco hermanos, Groucho, comienza a decir aquello de “la parte contratante de la primera parte será considerada como la parte contratante de la primera parte…”. Y es que lo que comienza con todo tipo de lógica acaba convirtiéndose en un divertidísimo enredo absurdo que deja un contrato en una única clausula final sin sentido.

El cine de los hermanos Marx era un cine en el que la comedia no se basaba tanto en ridiculizar al personaje como en convertir a personajes imposibles en lógicos y a las situaciones lógicas en ridículas, algo que desde entonces rara vez han sabido entender los directores ni los guionistas ni el elenco del nuevo cine de humor, que asisten al ridículo por el ridículo a través de personajes también ridículos. A mayor ridículo mayor es el logro que pretenden haber conseguido con sus inertes y absurdas obras.

Y dirán que qué hace este hoy hablando tanto de cine, y de los hermanos Marx y de la comedia. Bueno, en realidad trataba de refugiarme en la ficción, en una ficción verdaderamente colosal, para huir de ese ridículo por el ridículo, del esperpéntico escenario que se ha podido disfrutar en la que se ha convertido en la principal plaza de comedias de este país, el Congreso de los Diputados.

Ahora toca la parte de la escenificación en la que uno se equivoca y luego se mosquea como niño que ha regalado su piruleta y no se la devuelven una vez usada y lamida por su vecino. Se podrían decir muchas cosas del escenario dantesco, bochornoso y absurdo que nos han brindado unos y otros en la votación de la reforma laboral, pero lo más lamentable quizás sean las rabietas de unos y otros, que sólo disfrazan la realidad de que un diputado decide no ir a votar en un momento tan importante para este país como es la de una reforma de nuestro modelo de relaciones laborales porque está enfermo pero, finalmente, demuestra que puede hacerlo y se planta en el Congreso para poder votar una vez que se ha dado cuenta del error propio o ajeno que lo ha llevado a ser el voto decisivo en contra de su voluntad y la de su partido en tan importante cita.

La noche en la ópera se convirtió de pronto en El camarote de los hermanos Marx, en la que todo tipo de posturas cabían, todas absurdas y todas disputándose la victoria ante una piruleta que, nos guste o no, nos vamos a tener que tragar todos los españoles. Esta, por lo menos, llevaba el acuerdo de todos los agentes sociales.

Lectoras y lectores, en esto se ha convertido España, en una plaza de mercado en el que sus señorías se disputan quién tenía la vez mientras los productos se nos echan a perder por el ostracismo al que nos han llevado en el sentimiento político unos otros y los de más allá. Eso sí, entre tanto “energumismo” destacó una vez más la seriedad y la compostura, la visión política y de Estado de Ciudadanos, que fue capaz de apoyar un texto con el que discrepaba para salvar a todos los españoles de forzados nuevos acuerdos con los partidos nacionalistas e independentistas que nos hubiesen costado más de un disgusto.

Bravo en ese sentido a Ciudadanos por ese papel fundamental en este día y bravo en esta ocasión al Gobierno por el gesto de aceptar el voto a favor, por una vez, de aquellos con los que no comparte en estos momentos demasiado espacio político. No sé ustedes pero yo, entre la bajeza moral, el ridículo y el absurdo, frente a la política de pataletas y frente a la grandeza demostrada en acciones políticas en las que un partido se la juega por el bien de todos y de todas me quedo con esa grandeza.

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