Dragones y princesas

Cuenta una mujer que se acerca al cochecito de un bebé. La pareja es conocida y se ha estrenado en la paternidad. Pregunta si la criaturita ha sido niño o niña. Airada, la mamá contesta: ¡será lo que quiera ser! ¡Qué bien aprendido tiene el nuevo catecismo! ¡Qué enrollada y cuán libérrima se cree! Pero forma parte de un escuadrón de imbéciles cada vez más numeroso, dispuesta a vender su alma al diablo. A cambio de qué, no lo sabemos. Quizá del regustillo de ir en vanguardia, de ser cool, de obedecer el espejismo de la diversidad. Siguen la máxima del progresismo: todo lo nuevo es bueno, y desdeña el largo, paciente, arduo trabajo del tiempo.

De momento, no podrá decir ni él, ni ella, pero tampoco elle. Si el recién nacido tiene que esperar a autodeterminarse, ningún pronombre sirve. Eso sí: habrá que bautizarlo, para singularizarlo de entre los miembros de la tribu. Siempre se puede escoger un nombre al estilo indígena, como “pequeño valle de nieve blanca” o “luna menguante de primavera”. Otra opción son los topónimos, muy del gusto Hollywoodense. Aunque tan fácil no parece: Dakota, África o América son nombres “de niña”. También podrían inclinarse por rarezas poco frecuentes, como Raddix, Destry o Pilot Inspector… Algunos nombres escogidos por los nacionalistas podrían servir, dado su significado neutro. No me refiero, claro está, a Breogán ni Aintzane. Ambos llevan la marca “de género”, ¿qué se le va a hacer? Quizá no les guste Zain y menos Zuri, por si pudiera parecer un diminutivo de “zurito”.

A la hora de comprar ropita también hay que estar vigilantes: o se evitan el rosa y el azul o se usan indistintamente. El rosa para las niñas es un estigma heteropatriarcal, pero eso sólo significa que catalogan al bebé como “niña”. Entonces llega la conducta de evitación. No importa: hay pijamitas la mar de monos grises, rojos, violeta. El blanco no va mal, por ser el color de los ángeles. Sabido es que no tienen sexo.

Otra posibilidad es que la criaturita tenga cuerpo “de niño”. En ese caso hacemos como que no vemos. Los atributos son apenas un detalle, un añadido, un apéndice que quizá se extirpe un venturoso día. Se le pone el pañal y andando. De momento, si hay gases, tanto da una cosa como la otra. Para las vacunas, los pediatras atienden indistintamente. ¿Padres de Dylan Rodríguez?, ¡vamos allá! Mire, doctor, esta manchita en la pierna… Si el pediatra (o la pediatra) son simpáticos, podrían decir: ¡hola, Dylan!, ¡qué guapo estás! Entonces el padre (que es hombre) o la madre (que es mujer) lo pondrán en su sitio: ¡no nos lo dirija, si no le importa! ¡Nosotros no le asignamos ningún género!

Los juguetes van llegando desde el minuto uno: un perrito para morder, un patito para el baño, un osito para dormir. La tía Amparito le regaló una medallita de la virgen con lazo azul. La pobre no da para más… La casa es un oasis de anormatividad y diversidad. No habrá casita de muñecas ni pistolas. A no ser que las pistolas sean para ella (que no es ella, ni él, ni elle) y la casita para él (que no es él, ni ella ni elle). Comprarán cuentos fabricados exprofeso. Vienen inflados de serie y firmados por una gurú de renombre: el protagonista es une pobre niñe que odia a su papá, y se encuentra a sí misme perdide en un campamento gitano o entre los carromatos de un circo. Claro, allí conoce a la mujer barbuda. También al hombre de dos cabezas. Hay un caballo que habla y un león trapecista. Papá es malo, muy malo.

La familia se pone algo tensa, pero van tragando. La abuelita dice a todo amén Jesús. Si abre la boca… ¡quizá no le traigan a Dylan! Los tiempos cambian, ¡qué diantre! ¡Qué más da, chico, chica, chique! El abuelito le compró un balón y tuvo que esconderlo. El pobre hombre lo hizo sin mala intención. Le gusta el fútbol y sólo quería jugar con el nieto en el pasillo, ahora que ya anda y corretea.

En la guardería están advertidos y hasta amenazados. Nuestro… (¿hijo?, ¿hija?, ¿hije?) no es niño, niña, niñe. Será lo que quiera ser, ¿queda claro? ¡La ley nos apoya y nos ampara! La directora no está para bromas ni para cuentos. Lo llamará Dylan y punto en boca. Si tiene que hacer alusión a su aparato urinario para enseñarle a ser autónomo, ya verá cómo se las arregla. Este par de gilipollas no van a amargarle el día. Se han puesto un poco pesaditos revisando la juguetería. Les explican que allí todo es unisex. Usan piezas de montar y desmontar, cosas así… También pidieron revisar el contenido de los libros. Ella se mostró horrorizada con uno en concreto. Su título era “Dragones y Princesas”. ¡Así estamos!, sentenció. ¡Nunca cambiará nada! La directora le habla del carnaval, que está al caer. Le aclara que muchas niñas eligen “ciertos” disfraces. Se visten de Campanilla, de bailarina, de sirenita. Nosotros no estamos aquí para censurar ni reprimir…

La madre expresa su disconformidad, decidida a ir hasta el fondo. Ellos disfrazan a Dylan de tomate, o de berenjena o de pimiento rojo. ¿Ve usted cómo se pueden hacer las cosas bien? Basta con borrar las diferencias. Entonces, ¿qué esperan de nosotros?, pregunta la directora. ¿El problema sería que lo que veo resulte ser lo que es, como en la mayoría de los casos? ¿Cómo afrontarían ustedes que Dylan se arremoline con los otros niños? ¿Los llamo y lo discutimos? El padre no abre la boca. La madre respira hondo. Si quieren que lo trate como a un vegetal, conmigo no cuenten. Por cierto, me han informado de que se abonan al menú vegano…

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