La medida

Yo, que fui abuela tempranamente, aún mantenía en las escala de mis cosas importantes las presunciones propias de la juventud. No había un espejo donde no me mirara para ver si estaba en la línea de lo que la estética del momento exigía.

Mi nieto, a la sazón preadolescente, me dijo un día que por qué me miraba tanto al espejo, así que aproveché para preguntarle, ya que los niños suelen carecer de filtros y te dicen la verdad. ¿Cómo me ves, gorda o flaca? Él me contestó “Un poquito gorda y un poquito flaca“. Seguí entre risas y continué. ¿Me ves joven o vieja? Él me contestó «Un poquito joven y un poquito vieja». Vas para político, le contesté ante ese ejercicio de diplomacia. Lo cierto es que, a lo largo de mi vida, he recordado esto porque ciertamente la medida es lo que determina si nuestras prácticas son o no acertadas, si son o no oportunas, si favorecen o no la buena convivencia. Ahora da en llamarse inteligencia emocional.

En todos los órdenes de la vida y más en el político, cobra una relevancia extrema, porque de esa medida de la que voy a estirar el chicle de mi artículo, depende el bienestar presente y futuro de todos los ciudadanos. Nos servimos para encontrar la dichosa medida, del diálogo, de la conciliación, concesiones y renuncias que hacen que caminemos un poco menos crispados. Cuando el dialogo no es acercamiento de posturas, sino imposición, ya no estamos por la medida que a todos nos hace ganar un poquito.

Es el caso de este Gobierno forzado por los acuerdos de su gobernabilidad. Nos ha puesto en una caótica situación que abarca todos los aspectos de la vida, hasta los más íntimos. Si se hubiera buscado la medida en inmigración, no tendríamos en riesgo nuestra propia identidad como Patria, ni la Cristiandad. Si se hubiera hecho en economía, tampoco estaríamos con tan alto nivel de pobreza. Si se hubiera buscado el trato igualitario a la mujer para las oportunidades, no estaríamos enfangados en competencias y enfrentadas con los que han de ser nuestros compañeros y que antes fueron nuestros padres.

Las consecuencias de este desmadre son nocivas y, ante esto, algunos nos tememos que nuestras libertades democráticas se hayan mermado sensiblemente. La peor herencia que nos va a quedar, no es siquiera la pobreza, es la desorganización mental a la que se nos está induciendo, desde la pubertad. Nuestra estoica resignación es tan clamorosa que a veces pienso que no nos queremos a nosotros mismos. ¿De verdad vamos a aceptar toda esta serie de leyes ,sin consenso, que nos degradan hasta en lo más íntimo de nuestros ser? God Forbid.

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