La parodia de los medios de comunicación

Observo estos días, con no poco asombro, cómo ha evolucionado el contenido que los periodistas vertimos en los medios de comunicación. Y, oigan… o lean, que quiero presuponer que no es que se trate de un acto de intencionalidad por parte de dichos medios o profesionales; más bien se trata de una rendición en toda regla a los nuevos sistemas de comunicación, a las demandas de una sociedad cada día menos formada y más manipulada política y culturalmente. Y es que una cosa va unida a la otra. Cuanta menos formación más capacidad de manipulación sobre la población se produce, algo que a demasiados sectores políticos parece interesar.

Lo cierto es que algunas informaciones hoy en día se basan más en rumores, en éste cuenta y la otra le contesta y aquella se enfada mientras el otro se ríe, que en la profundidad que el análisis político y social requieren en base a un conocimiento más profundo de las leyes, las instituciones o una profunda documentación sobre los distintos temas que en los medios se trata. Los medios se han convertido en una fábrica de generar informaciones, algunas veces enlatadas, otras de serie y, casi siempre, con la perspectiva de descubrir la mina de oro que llame la atención de un público saturado de noticias, verdaderas y falsas, intencionadas o más o menos severas, tanto en los medios como en la gran red de redes, Internet.

Pareciera que el submundo de Telecinco y la Fábrica de la Tele, que hasta el Sálvame han conseguido impregnar en los medios el morbo de los dimes y diretes, o que las interminables novelas, antes venezolanas y ahora turcas, hayan contagiado con su eterno argumento lleno de sucesos absurdos pero atrayentes, a los medios de comunicación. Lo mismo cobran importancia las declaraciones en un podcast lo que dice una presunta ex amante del anterior rey del país que los desmentidos de un Gobierno que no deja de echar globos fuera y culpar al primero que pase de todos los males, incluidos los que provienen del Banco Central Europeo, al más tajante estilo Goebbles, al que Adolf Hitler debió tanto. Pero no son los únicos. Prácticamente la totalidad de los partidos que nos representan se han rendido a los criterios del alemán para controlar a los suyos y salir ilesos de sus graves errores.

Y es que, insisto, quizás no debamos culpar de tanto espanto a los medios de comunicación, empresas que buscan no sólo cumplir con su función social y que intentan sobrevivir ofreciendo sólo aquello que saben puede interesar y del modo que pueda interesar y crear la atención de su público; quizás no debamos culparnos los periodistas que no tenemos más remedio que generar, como operarios en una fábrica, todas las noticias e informaciones que nos solicitan los medios a un ritmo acelerado, a veces sin tiempo ni para comer o descansar y hasta sin segundos que robarle al desplazamiento de una comparecencia a otra; quizás el problema haya que buscarlo en la cada vez menos exigente sociedad, fruto en parte de esa menor formación, o en la revolución tecnológica que ha multiplicado las formas de acceso a la información y ha llevado a sus máximos los efectos de la imagen y ha desmoronado la privacidad ofreciendo la posibilidad de un protagonismo malicioso en torno a la propia imagen física o a la que algunos se forjan a cambio de dilapidar la información cierta y contrastada; o quizás el secreto esté en medios como la televisión, con programas en los que no dejan de difundirse mensajes superfluos llenos de banalidad y descarada parcialidad.

Lo cierto es que, en ese anhelo absoluto de llegar al final de una trama, en ocasiones los medios se esmeran en exceso a la hora de, a modo de videntes, apreciar la mota de polvo que lo cambiaría todo, sin recabar en la profundidad de los temas, en una documentación adecuada y una medida precisa de los momentos y de los tiempos, de la generación natural de la información. Algo así como un mundo construido a base de artículos de opinión dónde lo importante es mostrar una visión determinada de las cosas con el fin de crear esa influencia que tanto anhelan los más jóvenes en sus perfiles de redes sociales. Se trataría de acertar en unas predicciones basadas, la mayoría de las veces, en percepciones superficiales de circunstancias profundas.

Cada polémica genera su Watergate y cada Watergate tiene su garganta profunda en modo de visionario que es capaz de descubrir la liebre dentro de la madriguera. Y el problema es que los mensajes cuelan y calan. Y lo hacen más cuanto más polémica es la información, cuanto más genere conversaciones en redes o sea motivo o de chiste o escarnio, bien al oponente político o bien a la envidiada estrella de la música o de la interpretación. Es un todos contra todos.

Y de ese barullo mediático, de esa ingente masa informativa que estamos ofreciendo, de forma consciente o inconsciente, se produce la magia de una opinión pública que, ansiosa de gasolina que queme su adrenalina, potencia los efectos de todo ello construyendo un monstruo social en el que nadie termina de estar a gusto y dónde el exceso de información, la diversidad de visiones de las cosas según el medio que lo cuente y el desgaste que la propia vida y las continuas crisis generan, termina siendo pasto de las llamas y filón para que propios y extraños, políticos conocidos y aficionados de taberna, usen los créditos de tanta ficción para montar el espectáculo de su discurso y, así, de nuevo influir en la opinión pública de una ciudadanía que, aturdida, ya se sienta en sus sillones a verlas pasar, incapaz de reaccionar ante tanta miseria e incertidumbre.

Sólo así se explica que, estando las cosas como están, los ciudadanos en masa no se hayan echado a las calles a reclamar un poco de seriedad, que no les sigan tomando el pelo y que el Estado de Garantías que nos vendió Felipe González no fue sino una quimera en un mundo en el que la única garantía es la de poder levantarse cada mañana, siempre con la incertidumbre de si, al acostarse, no habrá subido la luz de nuevo, y la gasolina, y los alimentos, y la hipoteca, si no te habrán echado del trabajo o si te queda lo suficiente en la cuenta del banco para llegar a finales de mes.

La parodia de la vida es que la vida se haya convertido, precisamente, en una parodia. Y los medios ahí están para no perder detalle de la misma y, por ende, este artículo también.

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