Arabia Saudí

En mi deseo de desentrañar la intrincada madeja de Oriente Medio y ayudar modestamente a aquellos que buscan la misma comprensión que yo, me propongo esbozar la posición de cada país inmerso en esta región. En esta ocasión, hablo de Arabia Saudí.

Dentro del conjunto de naciones del Oriente Medio, Arabia Saudí emerge como una teocracia musulmana y un reino tribal que ha ostentado, casi invariablemente, el estandarte de firme aliado de las democracias occidentales, al menos desde los sombríos días de la Segunda Guerra Mundial, inaugurada el primero de septiembre de 1939. Tan temprano como el undécimo día de ese mismo mes, el reino saudí rompió sus lazos diplomáticos con la Alemania de Hitler, y en octubre de 1941, antes del ataque a Pearl Harbor, hizo lo propio con Japón. Desde entonces, ha compartido casi siempre, con mayor o menor disimulo, los mismos objetivos generales que sus aliados occidentales.

En este reino, es imperativo distinguir entre la jerarquía política y la religiosa. La primera se encarna en dos familias que han administrado el territorio desde el siglo XVIII. De estas, la que detenta la supremacía es la familia Al Saud, que da nombre a la nación y es el eje central de una intrincada red de relaciones tribales. La segunda está encabezada por el Consejo de Eruditos y el Mufti, en su mayoría provenientes de la familia Aal al Sheikh. El monarca debe permanecer alerta, desplegando su título de Custodio de las Sagradas Mezquitas de Medina y La Meca para mitigar los conflictos inherentes.

Este régimen, carente de similitud y en muchos aspectos opuesto a las democracias occidentales, sirve como testimonio de la capacidad del orden westfaliano para integrar elementos divergentes en asuntos de mutuo beneficio. No obstante, no se exime de conflictos ocasionales, como el asesinato del periodista Yamal Jashogyi, residente americano colaborador del Washington Post y editor en jefe del canal de noticias Al-Arab, a manos de agentes del gobierno saudí.

La cautela proverbial del Estado saudí ha sido una constante a lo largo de su historia. Se ha mantenido reservado y distante en los grandes conflictos que han asolado la región, hallando su fortaleza en su debilidad aparente. A pesar de las revueltas islamistas y del triunfo de la revolución islámica en Irán, Arabia Saudí ha logrado apuntalar los principios westfalianos para asegurar el reconocimiento internacional y fortalecer su soberanía. Sin embargo, se ve sometido a la constante presión del islamismo y la política beligerante del Irán chiita.

Uno de los embates más virulentos del islam radical provino, paradójicamente, de uno de sus propios hijos: Osama bin Laden. Inspirado en los escritos de Qutb, que también sirven de fuente al actual régimen de clérigos en Irán, fundó Al Qaeda con la intención de iniciar una yihad universal. Sus enemigos cercanos incluían al gobierno saudí y sus aliados regionales, mientras que entre los distantes se encontraba Estados Unidos, blanco de su ataque a las Torres Gemelas en represalia por su apoyo a gobiernos en Oriente Próximo no fundamentados en la sharía y por haber situado efectivos militares en Arabia Saudí durante la guerra contra Irak.

Los líderes saudíes son conscientes de que la radicalización del islam representa una amenaza palpable para su Estado, el cual debe presentarse, sin embargo, como defensor de la fe ante el mundo musulmán. La radicalización, aliada a la codicia de los vecinos de la misma fe, podría desencadenar intentos de conquista, razón por la cual se apoyan en las naciones occidentales, navegando entre la necesidad de apuntalar los principios westfalianos y resistir los embates del islamismo y la política iraní.

Este punto requiere algo más de atención.

En las entrañas del reino árabe, la enorme opulencia generada por el petróleo produce una peligrosa paradoja: la riqueza deviene, a la vez, en un grave riesgo para la salvaguarda de la nación. Arabia, desprovista de fronteras naturales, se halla asediada por una minoría chiita enclavada en alguna de sus regiones petroleras más importantes, erigiendo un escenario de contiendas múltiples para la dinastía saudí. En el ámbito religioso, la fortuna no le sonrió. El zarpazo de Al Qaeda en el año 2003 buscó aniquilar a la dinastía Al Saud. Como consecuencia de ello, Arabia fue la más intransigente némesis de Al Qaeda.

Albergó la quimera de guiar y dominar el fuego del islam radical exterior para salvaguardar su propia estabilidad interna, mas debió replegarse a sus bastiones para sofocar la insurgencia, empresa que recayó en Muhammad bin Nayef, que sigue ejerciendo como ministro del interior. Mas el éxito, efímero, no puede ser perpetuo. La dinastía podría aún ser destronada, principalmente si los movimientos islámicos en Siria e Irak alcanzan su cometido. El suceso de la toma de la Gran Mezquita de la Meca por fanáticos salafíes en 1979 ya había hecho que se tambaleara. Ya entonces fue un aviso de lo que puede suceder.

Estos hechos persuadieron a la estirpe Al Saud de la necesidad de mantener una benevolente relación con Occidente y fomentar la economía global. En el wahabismo, impulsor de la extensión de madrasas por el orbe, junto a su presentación como Estado westfaliano, vislumbró la panacea para sus problemas religiosos. En la escena internacional estrechó lazos con Estados Unidos, pero este empeño acarreó la inesperada consecuencia de avivar el yihadismo, un incendio que se tornaría en su contra.

Buscando cimentar la estabilidad interna, el reino se había cobijado bajo el estandarte westfaliano e islámico simultáneamente, pero esta estrategia fue un desacierto.

Arabia Saudí se halló inmersa en dos choques internos en Oriente Próximo: uno entre sunitas y chiitas, con la propia Arabia e Irán liderando cada facción, y otro entre los Estados westfalianos y los yihadistas. Como en un tablero de ajedrez, donde estas luchas se despliegan, reposan otros dos conflictos. Por un lado, los derrocamientos de las tiranías de Irak y Libia por parte de Estados Unidos, y por el otro, la eclosión de la discordia entre sunitas y chiitas, teatro de guerra en las tierras de Irak y Siria. Si bien Estados Unidos y Arabia Saudí comparten objetivos en estos conflictos, amalgamar sus intereses no resulta empresa fácil.

En este mosaico de fuerzas en pugna, no se dirime únicamente la estabilidad del reino saudí, sino el equilibrio de todo el Oriente Próximo y, con ello, entre otros asuntos, la proliferación nuclear —como salvaguardia ante Irán, Arabia podría adquirir misiles nucleares de otra potencia—, el influjo de China y Rusia en la región en detrimento de la retirada de Estados Unidos, y la paz y la economía mundiales.

Así, el Estado saudí ha surcado varios mares, delegando en otros las negociaciones que le afectan directamente. Ha cultivado la amistad con los Estados Unidos, ha procurado mostrarse leal a la causa árabe, ha interpretado el islam de manera puritana y, en estos tiempos de yihad, ha debido mostrarse cauto frente a su gran enemigo potencial: Irán. La proximidad de la firma de los Acuerdos de Abraham, propuestos por Donald Trump y preparados minuciosamente por Jared Kushner, han desencadenado, con casi total certeza, el ataque de Hamás para distanciar a Arabia Saudí de su alianza con Occidente y de una potencial relación amistosa con Israel, siguiendo los pasos de Marruecos y Egipto.

Hasta aquí el presente. Lo que deparen los acontecimientos a partir de ahora es algo que se irá viendo en fechas próximas. Pero esos acontecimientos serán jugadas sobre un tablero que será el que, con mayor o menor acierto, trato de dejar descrito.

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