Historias de bar

Estoy limpiando botellas cuando entra él, hace mucho calor, pero el hombre en cuestión pertenece al colectivo de los que llevan siempre camisa blanca de manga larga muy bien planchada. Mediana edad, pelo medio rizado, gomina, perfume, vaqueros azules oscuros y zapatos marrones. Un señor clásico. Mira a un lado y a otro antes de sentarse, no quiere ponerse delante de la puerta ni tampoco cerca de las ventanas, titubea, abre los puños, los cierra y se seca las comisuras de los labios. Después de hacer el análisis del terreno se decide a sentarse en la barra.

  • Un té verde con sacarina, por favor, y un vaso de agua.

    Este hombre está casado y su mujer se encarga de su ropa, tiene tendencia a engordar pero se ha puesto a dieta porque le gusta alguien. Se comporta de manera poco natural y excesivamente ceremoniosa. Está bastante alterado aunque trate de disimularlo. El diagnóstico está claro, es infiel. Ha quedado con su amante aquí y ella viene con retraso. Calculo que tardará unos 10 minutos aproximadamente.

    Pasa el tiempo, mira el móvil, bebe agua y me pide hielos para la infusión. Vuelve a mirar el móvil, más agua, revolver la infusión, otra vez el móvil, se rasca la cara y entonces por fin, aparece ELLA. De pronto ya no es un hombre sino un adolescente fascinado sintiendo por primera vez que le gusta una chica. La divinidad es una pelirroja muy delgada con camisa de rayas azules y falda beige. Fan de la manicura, peluquería y demás artillería pesada. Huele a Ángel y estoy segura de que va a pedir café con leche templado con sacarina. Él la mira embobado pero continúa el show de excesiva compostura. Dos besos en las mejillas muy separados de la boca, casi en las orejas, el a ella le cede el asiento para posteriormente la mujer agradecerle esa acción a la vez que sonríe levemente.
  • Buenos días, ¿qué tomas?
  • Un café con leche templado, por favor, y sacarina.

    ¡Bingo! Me guiño a mí misma mentalmente, ojalá se me diera bien predecir los números de la lotería. Se sientan sin acercarse demasiado, (estos ya guardaban el distanciamiento social antes de la pandemia). Todo muy civilizado, nada que les delate por si les ve algún conocido o si les hace alguien alguna foto. Están simplemente charlando tranquilamente. Entra un obrero con la ropa llena de polvo, les mira detenidamente, me mira este a mí y se sonríe. Él también se ha dado cuenta del pastel. Se les nota como si llevaran un luminoso en la cara pero ellos siguen su fantasía ajenos al mundo, con sus risitas, guiños e inclinaciones de cabeza como si de una coreografía se tratara. Me pongo a atender y a hacer mis cosas.
  • Por favor, ¿me puedes poner otro vaso de agua? He comido salado.

    Este señor va a acabar bebiéndose un caldero. Aquí lo que realmente sucede es que está deseando arrancarle la camisa a mordiscos y con tanta contención se le está secando la boca. Si continúa bebiendo compulsivamente se va a ahogar el pobre.
    Entra un cartero con el que he tenido mis más y mis menos.

  • ¿Coges tú una carta certificada?
  • Sí, claro.

    Le doy mi nombre, mi DNI, le firmo y no contento con eso me dice:
  • ¿Eres familiar del dueño o empleada?
  • ¿Me puedes explicar para qué narices quiere correos saber eso? ¿No se puede ser familiar y empleado al mismo tiempo?
  • Es un dato que tengo que rellenar, me lo piden aquí.
  • Pues no voy a contestarte, pon lo que quieras. Al final me van a pedir el grupo sanguíneo para recoger una carta.
  • Pues pongo empleada.
  • Pues eso mismo, Buenos días.

    Después de esta breve discusión en defensa de la poca intimidad que nos queda, paso delante de la pareja de marras y no puedo evitar oír:
  • No te preocupes cariño, tú la tienes más grande.
    Tanta parafernalia, para llegar a lo verdaderamente importante.

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