La Corona: escollo y salvación al mismo tiempo

Que en pleno siglo XXI, España siga la estela heredada de un caudillismo impostado ajeno a los más elementales cimientos de la república constitucional, vértice-motor de lo que a posteriori, debe vertebrar la división de poderes, es filosóficamente inaudito.

Cualquier democracia que como vocación desee ser tal cosa, no puede permitirse el lujo de que en su cúspide, se erija aun hoy en día, una institución que nos recuerda más si cabe a la alta edad media en la que la pleitesía era la habitual herramienta para obtener protección, que a un estado moderno en el que, por capacidad y mérito, se dirijan los destinos patrios.

Siguiendo con esa costumbre hereditaria, es como se introduce con calzador al menos en nuestro solar ibérico, la decimonónica institución regia con un título II de la Constitución que reza literalmente de la corona, a cuya merced se desarrollan los privilegios e inviolabilidad de su titular.

A un país como España, al que se le vendió por referéndum un producto constitucional bajo cuyo paraguas quedarían salvaguardadas las libertades públicas y derechos fundamentales y en el que su texto, se vertebra en diez títulos ocupando y desarrollando el segundo de ellos, las prebendas y asignación presupuestaria del monarca, y el décimo, el de la Reforma Constitucional , garantizando el dotarle de una protección rayana en el insulto a la inteligencia y la igualdad de todos los españoles, reza de lo medievales que nos permitimos ser. El ancestral vasallaje heredado por la historia en todo este tiempo no ha sido superado.

En cualquier democracia moderna (no una pantomima bien edulcorada para disimular la falacia) cuya vocación de exacta y pulcra división de poderes sea el bastión sobre el que el Estado mismo se sostenga, y en su profundidad y mucho más importante, la nación misma, no puede haber lugar a una institución que sustituya el mérito por la herencia, y la capacidad por la conveniencia.

Pero así lo quisieron los españoles y, en referéndum, decidieron aprobar en masa un texto constitucional, una carta magna cuyos privilegios proyectados en la corona, tanto en cuanto a la inviolabilidad del Rey como en cuanto a la brutal dificultad para poder modificar o suprimir el propio Titulo de la corona les guste o no, han de asumir.

De tal suerte que modificar o suprimir tal alta regia institución conlleva un procedimiento de reforma extremadamente rígido. Absolutamente impensable en nuestro tan fragmentado parlamento de hoy. La histórica institución, herencia de los siglos, muy posiblemente permanezca impertérrita por mucho tiempo más, por lo que Don Felipe VI (Felipe IV para Echenique) puede seguir reinando sin perder el sueño por las noches. Todo esto para disgusto especialmente de esas fuerzas políticas que, flirteando con el brazo político de ETA, gobiernan con quienes quisieran una monarquía derrocada a la par que una España destruida.

Yo, que soy filosóficamente hablando, un republicano convencido, con ese mismo convencimiento aplaudo hoy, no la inviolabilidad del Rey (pues para ser claramente iguales los españoles ante la ley, deberíamos tener el primer testimonio impoluto del monarca), pero si su presencia constitucional, y más aún, su rígida protección constitucional.

Y no puedo sino aplaudirlo pues, pese a mi vocación de República Constitucional, soy consciente de que solamente la presencia de Felipe VI es en estos momentos de naufragio político, social y económico, la más importante infraestructura de la que dispone nuestra nación para no hundirse en el fango de la desintegración y miseria de forma definitiva.

He aquí pues, y quien lo podría haber imaginado, que precisamente esa rigidez en la protección de esa tan decimonónica institución encarnada por Felipe VI que consagra el titulo X, de la Reforma Constitucional, que en referéndum fue aprobada en masa por los españoles, es la salvaguarda de la España de hoy para que la Corona y por ende la unidad de España, no puedan ser dinamitadas por sus propios enemigos.

Si otrora la Corona fue un escollo para conquistar la democracia, ahora, en nuestro precipatado presente, parece ser su única salvación.

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