Libertad sin ira

No estoy segura de que los más jóvenes sepan quiénes fueron “los padres” de la Constitución Española. Estudian el cambio climático, el reciclado de basura, (todo con perspectiva de género), pero esta, digamos metamorfosis en evolución que fue la Transición, así, de pasadita. No vayan a enterarse de que participaban un socialista, un comunista, tres centristas, uno de derecha y un representante de la llamada “minoría vasco-catalana”. El comunista era el jurista Jordi Solé Turá, que luego pasaría al PSC-PSOE.

Lo conocí en San Sebastián, en un salón del hotel María Cristina. Daba una conferencia (no recuerdo el título) y yo “me ganaba unas pelillas” esa tarde, oficiando de azafata. Asistieron afiliados socialistas, aunque no solo, entre otros Maite Pagazaurtundua, a cuyo hermano ETA asesinaría después. Llegó una buena amiga mía, con carnet de partido. Conociendo mi opinión sobre el ponente, me lo presentó diciendo “esta chica lo admira a usted mucho”. Turá se puso colorado como un tomate y yo todavía más. Frisaba los veinticuatro y tenía toda la vida por delante.

Hacía ya nueve años que se había redactado la Carta Magna, aprobada por un 87’54%, más o menos. Presidía el país Felipe González Márquez, que gobernaría cuatro legislaturas. Entonces la obsesión era la destrucción de la capa de ozono, que ahí sigue. Reagan era presidente de los EEUU y Mijail Gorbachov de una URSS ahora desaparecida. En televisión podías ver programas como La Clave, de José Luis Balbín. Sánchez Dragó hablaba de libros y otros asuntos, grabando con plano secuencia. Los invitados no tenían que tirarse al suelo, ni empaparse de pintura de colores, para caer bien. No estaban (o, al menos, yo no lo recuerdo) tan resentidos y cabreados.

Desde luego no todo tiempo pasado fue mejor. Tampoco todo tiempo pasado fue peor. Se había decretado la ley de amnistía general en 1977, pero el terrorismo de ETA (autodenominado independentista, abertzale, socialista y revolucionario) arreció su actividad criminal, alimentando un pudridero moral (los GAL incluidos) sin fin. Una canción del grupo Jarcha se convirtió en la banda sonora de las primeras elecciones generales. Era prácticamente un estribillo repetido que decía “libertad, libertad,  sin ira, libertad”. Yo era apenas una adolescente. Los quioscos se veían desbordados de portadas con desnudos. Han transcurrido ya 44 años. Muchos de los protagonistas están muertos. Se fue Torcuato Fernández Miranda y también mi estimado Jordi Solé Turá. No viven Fraga Iribarne ni Santiago Carrillo. Los hemos visto desfilar uno tras otro: desde Fernández Ordóñez hasta Rubalcaba. Nos quedan los septuagenarios (casi octogenarios) como Felipe González (79), Joaquín Leguina (79), Alfonso Guerra (81) o Corcuera (75). Pronto la Transición será huérfana de testigos directos. Algunos murieron aquejados de Alzheimer, (o lo padecen, como Maragall), entre otros el propio Suárez y Solé Turá. Acabaron sus días perdidos en las tinieblas del olvido. Parecería que no quisieran presenciar la destrucción de una obra colosal y sobrehumana.

Se ha producido una renovación generacional, incluso en la Corona. El pendrive ha hecho más por frenar la deforestación que los discursos de los verdes. Una pandemia inesperada ha puesto el mundo patas arriba. En el último año no ha habido más recuento que el de los muertos. Así y todo, buena parte de nuestros gobernantes se empeñan en jugársela subidos a la máquina del tiempo. Vienen rebotados directamente de un viaje maniqueo y ficcionado. Cuanto más nos alejamos del trauma, más dicen sangrar. Su verbo es un arma de guerra.

Las elecciones de Madrid han sido un experimento al natural y una gran decepción para casi todos. Gabilondo peroraba sobre Kant y Edmundo hacía estiramiento de gemelos. Como se ha visto, Vox es un partido que tiene techo. La izquierda deseaba impaciente su ascenso, para jugar la carta del pacto con “la ultraderecha machista y xenófoba”. Ahora resulta que Isabel Ayuso es nazi, (feminazi estaría feo) además de imbécila. Nos alertan de los campos de concentración y los crematorios del gobierno que viene, que viene siendo el mismo. Tampoco gustan (¡mecachis!) de una cañita en Tabernia o de un buen plato de berberechos. Es que a estos les sirve el mayordomo en sus áticos de 300 metros y sus chalés. Invocan los fantasmas que nublan su presbicia: nazismo, fascismo, ¡zyklón-B! El comunismo también sale a relucir, pero ¡ojo!, primero como autodefinición redentora y, por tanto, en legítima defensa después. En Madrid los jóvenes se han cortado la coleta, y las mujeres, y los gays no se van, oiga. ¡Ole!, ¡ole!, ¡ole!

Son muchas las voces doloridas que se preguntan qué habría sucedido, si un gobierno «de derecha» hubiera comandado un año largo de pandemia. La respuesta es muy sencilla: observen el asedio de Pedro Sánchez (al dictado de Redondo) a la capital. Madrid ha sido una «toma de tierra» para la corriente eléctrica que comprometía al mando único y hasta las mascarillas FFP2 que se repartieron eran «demasiado buenas». Se estableció una falsa dicotomía, en apariencia insuperable: o salvábamos la economía o salvábamos la salud. Un Madrid vibrante y luminoso se ha abierto paso, entre tanto tenebrismo. Es la antítesis del nacionalismo cateto y hostil: no le cierra las puertas a nadie.

El PSOE vaga enajenado de poder y no mide lo que hace ni aprecia lo que heredamos. Bailan sus cuadros como espectros sobre un campo de amapolas. Las extremidades nerviosas (perdón, mediáticas) hacen el trabajo sucio, muy sucio: Évole invitó a un tarado mental, (como si fuera pariente directo del adversario), a dos días de las elecciones. A un lado, pues, está la gente constructiva. Al otro, los que han venido a destruir. Hasta demoler un edificio en un minuto requiere planificación. Ni el suelo más fértil da fruto, si lo esterilizamos con pesticida. Están tan fuera de control, que ahora ha saltado al ruedo Salvador Illa. Sí, Illa, el ministro que se fue y nunca más se supo. Se declara enemigo de Madrid desde Cataluña, buscando aliados en el resto de España. Tan lejos solo había ido el bueno de Rufián, con el cuento de la armonización fiscal.

Madrid ha subido al podio y vitoreado libremente a su dama con hoyuelos. Los que no merecen la confianza del votante soberano pueden montar una taberna. Así sabrían, por fin, cuánto vale un peine. Aprenderían (no lo harán) a trabajar duro, a pagar sueldos, a responsabilizarse de algo “real”. La gauche divine es  pura decadencia en blanco y negro. Echaban espuma por la boca, al escuchar a los Ayuser Nacho Cano, Savater, Ramón Arcusa. Los Wyoming, Cintora, Ferreras, Barceló han perdido su predicamento. ¡Complejos fuera!

Yo quiero libertad sin ira, de una vez y para siempre. Quiero mi libertad, hasta las últimas consecuencias. Al fin y al cabo, ese siempre no dura mucho en la vida de un hombre. Los de la ira sin libertad no saben ganar ni saben perder. Están enfadados, por todo, por nada. Basta escuchar a Lastra, o a Carmen Calvo, que Dios le devuelva el juicio, si alguna vez lo ha tenido. ¡Se les ha hundido el negocio, a ellos, a ellas! Generaciones de malcriados y algunos ya creciditos, jugando a lo loco con nitroglicerina.

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