Ódiate, 1a parte

Decía G. Deleuze que, para implementar sutiles mecanismos coercitivos, todo sistema necesita sujetos tristes. Un sujeto es una vida atrapada, una vida sujeta a estándares ajenos a su libre arbitrio. La sujeción define, esto es, conforma en un doble sentido: confiere identidad (conformidad) y sentido existencial (conformismo).

El sujeto es alguien que se amolda vivencialmente a los parámetros que le son marcados para poder ser ese quien que dice ser. Su sentido está en su identidad y su identidad le da sentido hacia la suficiencia existencial. Meditando profundamente sobre el vacío ontológico que se abre desde estas posturas, uno entiende muchas cosas acerca de este momento histórico que vivimos. Especialmente, si asumimos la línea por donde se mueve la suposición deleuciana, uno acaba percatándose de hasta qué punto los discursos dominantes que rigen las coordenadas del bien y el mal han propiciado al sistema las más agudas pero eficaces armas de sumisión y dominio sobre las vidas individuales: el control de la emotividad para tornar nuestro ser en una perpetua desdicha. 

El título de este artículo condensa esta situación de la que estoy hablando. Efectivamente, se está proyectando sobre una inmensa mayoría de individuos la idea de que sus existencias vienen marcadas por una mancha que jamás podrán borrar, una deuda histórica que jamás podrán pagar y que forja en las conciencias de aquellos humanos susceptibles y manipulables un sentimiento de culpa por el mero hecho de ser lo que sus señas identitarias les dictan que son. 

El varón blanco, occidental, heterosexual y de clase media o alta es el promedio al que ha quedado reducido el ser humano en su expresividad del mal. Es el rostro de la opresión, la expoliación de la naturaleza, el genocidio… En definitiva, constituye la identidad criminal que se hace carne y hueso. Poco importan lo crueles y cruentas que hayan sido las guerras que se han librado siempre en todas partes, independientemente del color de la piel de los guerreros (desde el corazón del continente africano hasta los archipiélagos del Pacífico, pasando, por supuesto, por la América precolombina); si los infanticidios son cometidos mayoritariamente por mujeres hasta el punto de que es un mitema en todos los mitos de los antiguos pueblos; si las tasas de criminalidad no incrementan precisamente por delitos cometidos por varones blancos de clase media…lo que importa es, y este es el núcleo del porqué de la fuerza de estas versiones antropológicas que tanto apoyo social tienen hoy en día, que se simplifica lo complejo al convertir en mero símbolo lo que de suyo es diverso en su heterogeneidad. 

Como si se tratase de la guía didáctica de una nueva cosmovisión que explica los ejes morales, el mal tiene, y ha de tener, un rostro. Esto es, un género, una raza, una procedencia, un lenguaje…en resumen, una identidad concreta, una identidad criminal. Estos nuevos enfoques sobre el ser humano y la sociedad confieren identidades de antemano dichas y sujetas, pues, a cánones axiológicos que pesan sobre los individuos concretos. Estos son definidos desde tales parámetros y, por tanto, la realidad radical de sus vidas no es tan importante como el símbolo que encarnan y representan.

A partir de aquí, resulta fácil que el sistema se nutra y fortalezca desde la negación de estos individuos apenados por su ser. Deseosos de ser deconstruidos al haber tomado conciencia de que lastran consigo la pesada piedra de los agravios históricos, aunque nunca de los logros (¿os habéis fijado que los logros llevados a cabo por mujeres se reivindican como logros obtenidos en nombre de la mujer mientras que los conseguidos por varones se celebran sencillamente en nombre de la humanidad?). 

La piel, los genitales, los credos, el aspecto y, en definitiva, la vida humana en general se reduce a un mero símbolo con que tejer los discursos desde los que explicar el mal. La culpabilidad, habiéndole dado rostro, resulta ser un legado que se hereda generación tras generación, como en la ópera Turandot, cuando la princesa le recrimina a su pretendiente que, como es varón, es culpable del asesinato de una de sus ancestros, pues su asesino resultaba ser también varón. Así, por ejemplo, es frecuente que un español sea acusado de genocida por algún latinoamericano cada 12 de octubre.

Es curioso porque hasta ese día la persona en cuestión decía ser tu amigo y jamás se había preocupado por tales cosas. Es llegar ese día, y de pronto la indignación se apodera de él. A mí, mi nacionalidad me convierte en criminal, aunque nunca haya matado a nadie; a él, la suya le convierte automáticamente en una víctima de la historia. A uno le dicen «nos matastéis en el pasado», es decir, ustedes a nosotros… Pero en verdad, también ellos se mataban entre ellos antes de que llegasen españoles…Pero es que en verdad, un servidor no ha matado todavía a nadie… y en verdad, el que se queja nunca ha muerto ni una sola vez todavía…

Pero así es el circo de los símbolos. La liturgia macabra del odio a uno mismo lleva a la performance de la humillación hecha virtud: arrodillarse, besar pies de otros, disculparse por algo que uno no ha hecho, corregir el pasado para adaptarlo a las expectativas actuales, destruir monumentos, exigir compensaciones por agravios que uno no ha sufrido, reclamar tierras, negar la presunción de inocencia a ciertas personas. En definitiva, crear hordas de soñadores usando la historia a su antojo para afianzar la pertenencia al grupo del que deben formar parte por señas identitarias preestablecidas como buenas o malas. 

La fuerza motriz de estos nuevos movimientos de activistas es la negación del individuo como realidad radical. Lo que estos proyectan en el fondo es un gregarismo aterrador basado en la suficiencia existencial que lleva al hastío espiritual e intelectual, contribuyendo así a que ciertos grupúsculos, del mundo de la empresa y/o de la política, consoliden su poder, su influencia y su capacidad para movilizar y especialmente gestionar las preocupaciones que deben regir, por capricho propio, los debates públicos en una sociedad. En definitiva, sujetos tristes atados a un pasado que conviene que siempre sea presente. 

Es la negación de la reflexión sosegada, la prohibición del matiz, de la discrepancia. La instauración de la ideología como normatividad sustrae del debate el temple de ánimo serio propio de una meditación para instaurar la emoción fácil y la necesidad del juicio rápido. Recuerdo aquella frase en el Congreso de los Diputados de la ministra de igualdad, afirmando que pensar que la violencia no tiene género sitúa a uno fuera de la ley. Yo no he estudiado la licenciatura de Filosofía para que alguien me diga que debo acatar y aceptar sin más una verdad o una normativa en base a criterios identitarios porque alguien que está muy convencido de lo que cree, lo diga. 

Me preocupa mucho este giro que de tan buena gana se está asumiendo por gran parte de la población. Según van diseñando su «mundo feliz», dan muestras claras de que no todos cabemos en él y que nada tiene de feliz. Ningún político debería cerrar el debate, la reflexión, la posibilidad de analizar los asuntos, de la discrepancia sosegada y argumentada. La ministra dijo nada más y nada menos que pensar algo… sólo pensarlo, podía suponer estar fuera de la ley. Lo suyo es demencial, grave, desquiciado y lo más totalitario que he oído en mis 37 años de vida. La violencia, no ya sólo a la mujer sino en general, como tema, es algo muy complejo que involucra aspectos muy diversos y heterogéneos sobre los que hay millones de enfoques y estudios desde los albores del pensamiento humano. Pero, ¿quién se han creído que son para cerrar el debate de antemano? 

Estos movimientos representan lo más decadente de la civilización occidental: el fascismo que no asume que lo es. Pensar, dudar, cuestionar y ejercer el pensamiento crítico no convierte a nadie en un fascista ni en un peligro… Pero todo ejercicio de dominio por parte del sistema necesita que los sujetos se hallen emocionalmente perturbados y entonando el mea culpa, abatidos por y desde su identidad como víctimas o verdugos, cual ganado servil que repite eslóganes y mantras.

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