Sagrada interioridad

La vida es el mayor misterio. Quizás tan desgarrador que uno trata de comprenderla y explicarla traicionando así su condición de evento con tal de poder representarla mentalmente. En esta maniobra conceptual, la vida queda objetivada en las redes del lenguaje. Por ejemplo, uno habitualmente piensa que tiene vida, es decir, que dispone de cierto tiempo para hacer cosas y desarrollar proyectos, pero de este modo, la vida queda reducida a mero medio para un fin extrínseco (por utilizar terminología kantiana) en vez de asumirse y atenderla como fin en sí mismo. 

El verbo «tener» es traicionero en este asunto. Efectivamente, tú no tienes vida como tal, sino que eres esa vida. Es decir, ocurres como vida, como vida propia, esto es, te ocurre la vida que eres. Piensa bien esto y sentirás el giro vertiginoso que se desprende de la experiencia del mundo y de uno mismo. Eres el tiempo que pasas, no es que pase el tiempo sobrevolando tu existencia. Tampoco uno tiene cuerpo, sino que somos este cuerpo que nos ocurre; ni tenemos pensamiento, sino que somos nuestro pensar, de modo que los pensamientos nos piensan configurando nuestro mundo interior. 

Este misterio vinculante que nos ocurre, que nos pasa, este ser esta vida que somos, es un acontecimiento que nos abre hacia la trascendencia como realización vocacional en la apropiación de nuestro ser. El error de los actuales sistemas materialistas en los que se inscriben los trabajos de la psicología, la biología o la historiografía, consiste en que toman la vida como un hecho, sustrayéndonos así de nuestra realización hacia la apropiación, pues este ser-nos queda meramente reducido a tener vida como fenómeno fisiológico, mental y social susceptible de ser objetivado y descrito… sin que jamás así puedan dar con el quid del misterio, del que sencillamente prescinden.

Hay que retrotraerse a los tiempos de la antigua Grecia, de los pueblos celtas, de los rishis de la India, de los maestros chinos y también de las primeras comunidades cristianas para acceder al profundo sentido que, como experiencia originaria y pura, emanaba de este estar viviéndonos. Hay que acudir a estos remotos tiempos porque en nuestra actualidad este sentido ha quedado totalmente sepultado bajo el proceso racionalizador que delimita nuestra forma de percibirnos y entendernos. 

Esto que nos fuerza a ocurrirnos, la vida, se da en su maravillosa eventualidad. Es pura regalía en su diferir, pero no de una forma abstracta tal que pueda objetivarse sin más, pues en su acontecer como don, se da encarnada. El quid del misterio es precisamente la encarnación como afecto de este pasarnos nuestro ser vida y que expresa la co-pertenencia entre cuerpo y tiempo, o lo que es lo mismo, la vivencia. Que el mundo afecte, tal es la desgarradora simplicidad de la vida en su condición más pura y primigenia. 

El afecto del mundo como vivencia que se hace carne, este ser que expreso al decir «soy», es tan vinculante en su desgarro que motiva a ser. Esta motivación fue comprendida por los primeros pensadores cristianos en términos de amor, concluyendo que el misterio del ser, Dios, nos ama e impulsa a vivir a cada momento. Por ello, cada momento es un instante de apropiación ontológica (kairos) que exige gratitud. Asimismo, también la vida se aprecia como un bien sagrado. 

El afecto del mundo en su condición primigenia, mueve y conmueve a ser. La aceptación de su carácter sagrado exige que debamos tomarnos enserio nuestra propia existencia como misión de cuidado devocional respecto al misterio que late incluso en nuestra más íntima interioridad. Sin embargo, ésta no parece ser la opción imperante en nuestros tiempos. Basta con pensar el siguiente ejemplo: de toda la vida que hemos vivido hasta ahora, la inmensa mayoría del tiempo que hemos pasado está olvidado. El olvido define como ninguna otra cosa nuestra existencia a causa de que retenemos los sucesos que nos han marcado, sí, pero la mayoría de los instantes que hemos vivido día tras día inmersos en rutinas y quehaceres, simplemente los hemos dejado ir, los hemos arrojado a la nada y ya no son… Sencillamente, nunca nos tomamos a nosotros mismos lo suficientemente en serio como para cuidar de nuestro ser… 

Siendo así, resulta imposible apropiamos de nuestro existir, sino que nos limitamos a dejarnos pasar impropiamente, sustraídos de nuestra posibilidad de ser nuestro ocurrir único e irrepetible. A ello contribuyen las formas de vida que absorben y conducen nuestra vivencia hacia los modelos de inercia y reproductivos que tratan de hacer de la vida algo comprensible para todos. Por este hecho se elimina la profundidad de nuestro ser como acontecimiento vital, y nos entregamos al quehacer cotidiano donde nuestro ser se halla ya de antemano dicho y definido como identidad mediada en el espacio público que nos envuelve. 

Las religiones sí tratan de hacerse cargo del afecto primigenio expresado en términos de misterio providencial y configurando por ello un sentido sagrado de la vida y la existencia. También el cultivo de la filosofía como pensamiento que sea testimonio de la profundidad del misterio del ser hombre, y no como mera actividad académica, burocratizada y reducida a activismo político y juegos lingüísticos, puede contribuir a forjar la reapropiación del sentido vital que nos ha sido arrebatado. La aspiración en ambos casos es la de propiciar el momento de apropiación de nuestro ser como cuidado y entrega vocacional, esto es, la toma de sí como custodia de la máxima expresión del sentido sagrado de nuestro sernos.  Este momento de escucha, entrega y gratitud podría contrarrestar la tendencia actual de los individuos volcados en formas de existencia de inercia tal y como se evidencia en los actos comunicativos imperantes, el predominio del pensamiento estereotipado, los hábitos predecibles y, finalmente, el olvido como la tónica dominante de la vida de uno, por lo que al final, no es ni siquiera ya la de uno mismo. 

Por eso, hoy más que nunca, es necesario defender que nuestra interioridad es sagrada. Nuestra interioridad, ese mundo interno, esa voz, nos posibilita, al cuidarla, que nos hagamos cargo de nuestro ser hacia su realización. El rincón que somos, atravesado por un misterio de afecto que expresa vivencia, exige cuidado, asistencia, eschucha y gratitud. Ningún brutal sistema totalizante, ya sea en nombre de la ciencia o de la política, debe hacerte desviar tu atención del milagro de que seas tu vida. Sólo desde este planteamiento cabe el trabajo sobre nuestro propio ser. La interioridad es ese desgarrador afecto vinculante que el misterio original nos brinda como regalía, y exige atención y asistencia para no hacer de nuestra vida un mero hecho, una puesta en escena o un trozo de carne. El problema es complejo, pero sin duda constituye un reto en nuestro declive histórico. Esta es quizás la época en la que el control es total, pues es menos ideológico que ontológico.

Hoy en día, nuestra entidad se halla ya expuesta y descrita de antemano como nunca antes, algo que ha supuesto que hayan violentado nuestro ser. Nos han arrancado el milagro de la vida para hacernos pasar por reacciones químicas y objetos naturales. Nos han despojado de nuestra sagrada interioridad para colmarnos de inercia, sin atisbo de pensamiento profundo. Nos han sustraído de toda vivencia irremplazable imposibilitando nuestra apropiación como acontecimiento, al infundirnos la idea de que cada uno de nosotros es simplemente uno más, prescindible y sin valor especial, en una masas homogénea de iguales. Y, finalmente, nos han dejado sin tiempo haciéndonos creer que tiempo, cuerpo y vida son simplemente cosas que tenemos… mientras nos dejamos pasar entregados al ruido de fuera. Si tan sólo aprendiésemos a escucharnos latir, alma adentro… donde Dios sigue regalándonos vida a cada latido que misteriosamente acontece… 

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