Del respeto y la ternura

De niños en casa se nos educaba en el respeto a nuestros mayores empezando por el que me proporcionó mi bisabuela Agustina sentada en su silla de mimbre a la sombra de la vid, bajo un suelo de pizarra y calor en esas mis tardes de verano castellano. Ella sonreía y ceremonial, nos invitaba a coger algún caramelo de su cesta y rememoro con admiración aquellos momentos. Ella con sus casi 100 años, yo con mis escasos 5 años, ella con su pelo en un moño que recogido perfectamente con horquillas lucía gris, yo con mi cortísimo y masculino corte de pelo, ella con su sonrisa dulce al entregarme el caramelo con esas manos morenísimas de haber trabajado de sol a sol en la era, yo con ganas de rebuscar en su cesta. Ahí entendí de bien joven el significado de la ternura, el significado de mi amor a lo que fue su vida, el amor a los mayores y respeto a su pasado, el amor a saborear los pequeños momentos. 

En el pueblo en dónde viví libre y feliz mis primeros 8 años, estaba el médico al que le llamábamos Don José; que con paciencia infinita nos curaba esas tos y heridas varias. Don Joaquín, el cura de la misa de 12 de los domingos y que más de una vez nos reñía con mirada penetrante ajustándose las gafas, a nosotros los niños que estábamos atentos a todo excepto a su homilía. Don Manolo, el panadero que a diario con su pulcra furgoneta blanca recorría el pueblo tocando el claxon dejando olor a pan recién hecho en toda la calle. Y finalmente, Don Antonino, el maestro que enseñó a muchos adultos y niños no sólo las tablas de multiplicar, a leer y escribir sino a estar en silencio y respetar. 

Me evado en aquellos años y de golpe regreso a la época actual y me paro a pensar en qué momento hemos permitido que una sociedad infantilizada, egoísta y necesitada de ayuda perenne nos quiera legitimar el romper con el respeto a la ternura. Ese cariño con el que miras a un jubilado de pelo blanco, curtidas manos y alma grande. El mismo que ofreces al camarero cuando te trae el café con la leche ardiendo y lo pediste fría. Aquel taxista con el que entablas una apasionada conversación sobre política camino del aeropuerto. La madre que lucha en la calle por levantar a su hijo de dos años que enrabietado y sin consuelo llora en el suelo. Ese pobre gato callejero que te mira tierno para acto seguido huir de tus caricias. 

Pequeños momentos cotidianos que pasan por nuestro lado sin que les prestemos demasiada atención evadidos en nuestras propias luchas diarias. Estamos inmersos en lo raudo, lo feo, lo grotesco, en aquello que apela de forma directa a lo vulgar y visceral dejando de lado la pausa y sensatez para emitir juicios de valor apartando la reflexión, el sentido común, lo cotidiano, lo bello. Pequeños momentos que pasan también por hacerle las trenzas a tu niña rápidamente para salir disparadas por la puerta camino de la escuela y trabajo. Pequeños momentos en los que tu adolescente te cuenta entre risas que su equipo de clase no ha ganado el debate al defender que la jirafa sería el mejor líder de un grupo. Pequeños momentos en los que recuerdas con tus amigas cuando de jóvenes sufríamos de mal de amores (y de cabrones) y ¡qué bien cantábamos nuestra canción una noche de sábado entre risas, bailes y lágrimas! 

Apelo a la ternura, al abrazo, a lo sencillo, a la verdad, a la valentía, a la naturalidad, a una mirada sincera y una sonrisa verdadera. Sé que apelo a lo que se teme y se anhela al mismo tiempo. Sé que se me tachará de estar como una cabra, de intensa, loca y emotiva por emocionarme, por admirar a quienes saben de expresar, elogiar, admirar y ver belleza en el mar, un atardecer, una tarde de lluvia, una conversación o un silencio. Será la edad o la vida que nos pasa a veces de lado, a veces de frente, y a veces directa al corazón la que nos hace parar y meditar, buscar la soledad. Esa vida que hay que aprovechar… La vida es eso que pasa, y nos pasa, cuando dejamos que la ternura nos roce el alma.

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