El lazo rojo

Yo creo en las miradas, en el destino, en el amor. Es curioso como cuando el tiempo pasa y te deja con tus recuerdos te viene a la memoria tu imagen de feliz y alegre quinceañera  patinando y, de repente, te cruzas con unos ojos azules que te siguen, a los que sigues y al que regalas una sonrisa. Y, de repente, estáis intercambiando breves palabras llenas de curiosidad. Y, de repente, pasan unos meses sin saber de él y coincides en tu instituto. Imposible no fijarse en aquellos rizos dorados ni en su mirada de nuevo buscándome. Buscándonos.

Dicen que el dolor de la pérdida del primer amor no se olvida. Y es cierto. Cuando tienes 15 años y crees que será para siempre, que no puede ser que aquel golpe de electricidad que te paralizó alma, corazón y piel y que sentiste una tarde de otoño cuando sus dedos acariciaron el dorso de tu mano a oscuras en las butacas de un teatro, eso, piensas que es imposible que acabe. Y te equivocas. Hay personas para quienes el amor no deja de ser más que un juego. Hay personas que creen que aman cuando tan solo alimentan su ego. Para ser así hay que nacer con el miedo en el corazón y la ignorancia en la razón.

Sé de lo que hablo, sé de lo que siento, sé de lo que huyo y sé de lo que pienso. Todos deberíamos de pasar con 15 años a creer que el amor es para siempre a chocarnos con la realidad. Todos deberíamos de pasar por un amor que de la noche a la mañana nos dijera así a bocajarro: “Ya no te quiero”. Es ahí cuando entiendes que siempre habrá dos personas. Las que aman y las que se dejan amar. Ya lo dijo Antonio Gala: “El amante y el amado”. El que se entrega sin miedo, a corazón abierto y con la verdad por delante y el que admite sentirse amado por comodidad, por ego, por cobardía. El que ama desde la barrera.

He seguido los pasos sin querer de aquel chico que en mi adolescencia me hizo entender que el amor no será para siempre para los que no sienten. Los que ansían emoción y control pues enlazó relaciones largas durante años para con todas seguir el mismo patrón. Dejarlas con el corazón en un abismo saliendo él indemne de amor, pasión y corazón. Jamás llegó a casarse, jamás llegó a tener hijos ¿Hijos? ¿Generosidad? ¿Entrega? ¿Amor de verdad? No. Quizá el patrón de un niño caprichoso que juega al amor sabiendo o sin saberlo que él ha de ganar siempre la partida al amor.  Pero yo no entiendo que el amor sea para los cobardes.

No entiendo a aquellos que no luchan para preservar que el amor de verdad tiene mucho de complicidad, de libertad, de respeto, de ternura, de generosidad y ésta empieza también, desde el mismo momento en el que tienes un hijo.  Si hay algo que define la locura de la vida es cuando decides ser padre. Decides perpetuar con un hijo ese amor, ese regalo, ese milagro. Y ya nada será como antes. Para mí el amor lo es todo o no es nada. O se es valiente o se es cobarde. No alcanzo a entender las medias tintas. El quedarte a ser observador de aquellos que te aman mientras tú, risueño y egoísta, juegas a amar sabiendo que tienes el poder de destruir sin pestañear. 

Hoy me ha dado por recordar a aquel amor de instituto que me hizo sentir la única, la especial, su amor, su futuro. El mismo que a las pocas semanas de disparar a mi corazón y sin piedad paseaba feliz en su Vespa blanca llevando de paseo a su nueva conquista. Una niña ingenua a quien años después también dejara con el corazón destrozado y la vida a la mitad. Una niña diferente a mí hasta en la forma de vestir. Creo que lo más doloroso de aquella época, de su Vespa blanca y de las manos de la niña agarrando su cintura, fue comprobar que llevaba el pelo recogido hacia atrás con un lazo rojo. Sí, un lazo rojo. Un lazo rojo como tocado en el pelo y perfectamente peinado. Fue una bofetada a mi orgullo de melena salvaje y despeinada, un golpe de efecto comprobar que ese lazo definía ser la antítesis de mi esencia como recién estrena mujer en una vida de desengaños posteriores, luchas y vivencias intensas.

El puto lazo rojo. El lazo que ella lucía con orgullo y a quien él paseaba una tarde de otoño delante de mis ojos incrédulos y mi alma abatida. El lazo rojo, la Vespa blanca, los rizos rubios de él, sus ojos azules, la mirada de ojos negros y enamorados de ella y mi inmensa decepción e indignación. La vida. Ese momento debiera de haberlo roto Tarantino en alguna secuencia en la que ellos se estamparan contra el suelo y yo vengativa esbozara una sonrisa feliz, o algo así. Pero no. Ahí quedé sin pestañear viendo cómo se alejaban felices, viendo como ese terrible lazo rojo permanecía inamovible y estratégicamente colocado en la melena morena de una criatura que ingenua pasaría a engrosar la lista de otra de las conquistas de alguien que sólo supo ser el amado en la vida.

Vivimos tiempos impersonales, tiempos difíciles para el amor, tiempos en dónde escasea el tiempo necesario para una conversación, una caricia, una mirada, un café o compartir un silencio. ¿Cómo a través de redes sociales la gente puede enamorarse? ¿Si la inmensa mayoría juega al juego de la conquista a varias bandas, miente, sonríe y permanece indemne?  Qué triste.  Antes, los amores surgían tras una mirada. Ahora tras un teclado. Y resulta que es mentira. Siempre. Yo quería haber escrito sobre el amor, sobre los valientes, sobre la vida y sin querer en mi teclado ha aparecido el que fuera mi primer amor. El que me enseñara que el amor, sí puede ser para siempre, siempre y cuando los protagonistas sean los valientes. Y valiente fue también él, cuando años después me llamara porque quería verme y hablar conmigo ¿Conmigo?  Y me vino a la memoria el dolor de aquel lazo rojo. Y yo sólo alcancé a decirle que ya no teníamos nada de lo que hablar.  Y fui libre y me liberé y libré de un recuerdo que a fecha de hoy comparto como vivencia personal. Como lo que fue y jamás volviera a serlo. Mi primer amor.

¡Informado al minuto!

¡Síguenos en nuestro canal de Telegram para estar al tanto de todos nuestros contenidos!

https://t.me/MinutoCrucial

Be the first to comment

Leave a Reply

Tu dirección de correo no será publicada.


*