Reflexiones sobre política y libertad

A veces me pregunto si los niños que viven en zonas de guerra son sólo víctimas o son perseguidos como protagonistas de un infierno injusto, como actores de un teatro bélico no diseñado para ellos pero en el que se convierten en protagonistas porque nadie como ellos mueve sensibilidades; sensibilidades que pasan desapercibidas cuando el que dolor se hace hábito, como ocurre en tantas calles de América latina o la India. Somos una sociedad tan orgullosa de la defensa de los derechos que, no contentos con no reivindicar los básicos, auténticos y fieles a la condición humana como quedan reflejados en la Carta Universal de Derechos Humanos, convertimos en derecho cualquier capricho que pase por el despacho de la primera Ministra de turno en el maquiavélico juego del escenario de las apariencias.

También me pregunto, en demasiadas ocasiones, hasta qué punto se ha podido hacer número de mi persona en las múltiples estadísticas, descorazonador intento de reflejo de una realidad que no se vive en cuadernos, folios impresos ni en libros como se vive en la calle, en las casas o en el día a día; despertar a un mundo en el que la fantasía para muchos, especialmente los jóvenes, consiste en librarse de los males que les acechan convirtiéndose en influencers de la big data o en rostros conocidos de cualquier programa de reality gracias al polvo de un escenario creado para dibujar una realidad paralela; y no me refiero al polvo sobre los muebles.

O quizás sea la lotería, el sueño de no importar lo que cuesten los impuestos, la luz, el alimento o el desesperado fin de mes mientras que aquellos de los que depende todo ello siguen subiendo sus sueldos, jugando con aquello que tanto nos cuesta pagar o alimentan a las masas con discursos que son, como dijo aquél filósofo político y presidente hoy reconvertido a buen precio en defensor de regímenes dictatoriales, como el viento, de nadie.

Hay veces que mis pensamientos, que mis preguntas, se distraen con la aparición de algún que otro u otra malversador de turno, premiado por el actual Gobierno con una rebaja de sus penas, como también lo han sido los violadores en la Ley del Sólo Sí es Sí mientras su principal mentora no deja de hacer alusión a una tal manada sobre la que consiguió galopar a lomos de una bandera que nunca fue suya por mucho que quiera arrebatársela a tantas y tantas mujeres; mujeres luchadoras, valientes, a las que sus reivindicaciones les costaron muy caro social y personalmente pero que sí han sido y son la verdadera base sobre la que se ha sustentado la evolución en los derechos de las que vinieron.

Hoy aún hay mujeres de ese tipo, muchas. Lo triste es que deben enfrentase en muchos casos solas a sus circunstancias, habiendo abandonado en muchas ocasiones sus viviendas con sus hijos tras una ruptura que las ha dejado en la calle y sin trabajo, pero también sin el suficiente apoyo de la hipócrita gestión de una Igualdad que no deja de aumentar su presupuesto pero que lo destina en su mayoría a subvencionar acciones que en nada ayudan de forma directa a estas heroínas. No, Irene, la heroína no eres tú, ni tu secretaria de Estado. Las auténticas valientes que no se escudan en siglas, en despachos ni en un poder político y económico que no se han ganado con esfuerzo ni intelecto están olvidadas por ti. Pero no importa, seguirás teniendo quién te aplauda y quién consiga hacerte mártir de una causa que nunca fue contigo más allá del uso interesado que hayas podido sacar de ella.

También me pregunto, muy de seguido por cierto, como ciudadano y como periodista, por qué no dejo de recordar aquellas palabras de mi familia, de mi misma madre hace ya tantos años, resabiadas por las consecuencias de una dictadura y sus efectos sobre la libertad de expresión, en las que me decían que tuviese cuidado con hablar de política, porque me podía meter en un lío. Quizás me acuerde tanto de aquello porque jamás antes en mi vida había tenido tan cerca esa sensación sin la necesidad de que alguien me advirtiera sobre ello.

Hablar libremente hoy de política es una profesión de alto riesgo y la libertad de expresión es un paradigma disfrazado de lo correcto y lo indecible, de lo impositivo y de lo no debatible. Porque el debate, cada vez más, es un acto de expresión para una mayoría más amplia en la que los participantes se posicionan entre la persona digna y el facha, entre quién sigue los pasos dictaminados como legítimos y quién blasfema de esa nueva religión social creada en torno a un mundo paralelo en el que los números son el éxito de quién los controla y las etiquetas han sustituido a las identidades para apoderarse de ellas en un conflicto entre la individualidad y el subgénero controlado por las mafias del lenguaje y del neo moralismo excluyente.

A mí, que me gusta tanto reflexionar, no me queda otra que recordar las palabras de Helvetio, tan repetidas pero tan necesarias para entender la verdadera libertad de expresión, mencionadas por personas tan mencionadas por aquellos que han mancillado hasta los principios que desde la tribuna defienden, como Julio Anguita, “desapruebo lo que dice, pero defenderé hasta la muerte su derecho a decirlo”.

Quiero finalizar, más que reflexionando, sentenciando. Y es que, queridos lectores, a Galileo no lo condenó la Inquisición, lo condenó la censura, esa misma censura que ahora se impone en la necesidad de algunos de controlar los discursos, lo verdadero como propio y lo propio como único e incuestionable. Por eso, hay quiénes alardean banderas que no se atreven ni a izar porque se les caerían sobre sí mismos.

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