No son vientos de bonanza los que soplan hoy sobre la familia ancestral. Son más bien ventiscas estridentes que buscan minar sus cimientos como coros de sátiros malignos, voces que han inscrito en los pergaminos legales hasta dieciséis especies de familia en esta piel de toro llamada España: biparentales, monoparentales, monomarentales, jóvenes, LGTBI, homoparentales, homoparentales, y otras formas igual de tortuosas. Una ley, en verdad alevosa, que se empeña en enunciar que la idea de familia no se halla confinada en los límites del ámbito matrimonial y prescinde de la idea de natalidad, cuyo nombre no aparece una sola vez entre sus palabras. La familia no incluye procreación para ella. En algo se distinguen todas de la primera, pese al intento deliberado de confundirlas en un magma irreconocible: en que solamente ella no es estéril.
En su farsa, la ley se esmera en camuflarla como “biparental”, como una más al lado de otras. Pero no, debería ser llamada con otro nombre. Hay quienes, no queriendo caer en esas denominaciones engañosas, la llaman familia tradicional. Sin embargo, no es tan antigua como creen; no es vetusta, pese al nombre con que la envuelven. Más bien debería ser descrita como restringida, por ceñirse a los consortes y sus retoños, excluyendo a antecesores o sucesores de otras generaciones, así como a parientes colaterales, según ha sido costumbre durante muchos siglos y en la mayoría de las sociedades, si no en todas.
La ley se empeña en metamorfosear el concepto, tornándolo del revés, como si en todas las esferas humanas no fuese el sagrado matrimonio la entrada solemne al templo familiar, y como si no fuese el linaje el hilo conductor de la tribu. Pero la realidad escapa a las argucias y no es presa fácil de las artimañas conceptuales. Con el tiempo, esta artimaña se volverá en contra, aunque en su sendero sembrará pesares y discordias. La realidad sigue su propio sendero, imperturbable. Las ideas, en su danza caprichosa, pueden iluminarnos o sumirnos en las tinieblas del desconcierto generando dolor y desorden. La cruda realidad, por su lado, aunque se empeñen en desgajar la familia de la rueda de la especie, es insensible a los conceptos y sigue su marcha propia. No obstante, quisiera arrojar algo de luz sobre un matiz importante.
La utopía de Platón proyecta el cuadro de un comunismo de bienes, mujeres e hijos para la casta de los guerreros. Estos se habrán de ver privados de la idea misma de familia. Los infantes, por su lado, deberán otorgar el título sagrado de “padre” a cualquier figura varonil y el de “madre” a toda dama que se cruce en su camino. Pero en esta transfiguración cada ser se convierte en eslabón impersonal de una cadena, las distinciones se diluyen como tinta en el agua y las nobles categorías de padre y madre se desvanecen en la conciencia de cada individuo. Platón habría conseguido, de haber impuesto su infame utopía, desdibujar las líneas de lo paterno y lo materno, que es lo que ahora parecen pretender muchos de los que nos mandan.
Utopías no muy distintas son las que parecen querer emerger de esas leyes dictadas por las ideologías biológicas de nuestros días. Pero no es necesario recurrir a ellas para lograr los fines que se proponen. Una nota privilegiada de la familia restringida, tradicional o como quiera que se la llame, de la familia que no renuncia a la procreación, sino que hace de ella su norte, es que en su interior hay personas. Quiero decir que un hijo, por ejemplo, es querido, protegido, educado, cuidado, etc., con independencia de lo que haga. Puede ser un delincuente, un canalla, un santo, un ser inteligente, o lo que sea. Todo es igual para el afecto y el desvelo que por él se siente. No es que sea lo mismo ser un hombre bueno o un canalla. Ya tratarán los padres, si son como deben ser, de procurar que sea lo primero y no lo segundo. Lo que es indudable es que para ellos es un ser único, irrepetible, singular. No es lo que hace lo que lo define, sino lo que es. No es siquiera un producto de los padres, sino un regalo. Por eso ellos no dicen, cuando nace, que han hecho un hijo, sino que lo han tenido. Es decir, lo han recibido.
La ley, el Estado, la utopía platónica y las ideologías tienen el efecto de despersonalizar lo que es persona. Mas no sucede esto por una voluntad definida y consciente, sino por la misma marcha de las cosas. Es lo lógica propia de la ley y el Estado. En tiempos de las monarquías absolutas, los individuos eran súbditos que pagaban impuestos y obedecían. En las democracias hodiernas son ciudadanos que pagan impuestos, obedecen y votan. Ante el Estado no son personas ni pueden serlo. Esta lógica es incompatible con la de las familias. Si estas desaparecieran nuestros males serían aún mayores de lo que ya son.
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