Isabel II ha muerto, se ha ido con la misma naturalidad con la que reinó durante más de 70 años. Sí, pareciera que esta mujer, lo mismo que fue educada para reinar, a veces con mano dura, también nació con la capacidad impropia de reyes de corregir sobre sus errores, pero siempre escuchando y aceptando la voluntad de sus súbditos, todo digno da una estrategia que la convertiría más en pieza de ajedrez al amparo de lo que se esperara de ella que de una persona libre que decidiera a su antojo. Todo esto, a pesar de su sobrado carácter algo totalitario y afín a su soberana e histórica figura.
Si hay algo que para demasiados comentaristas de lo monárquico ha pasado de largo sin la debida importancia es la capacidad que tuvo la casa real británica de convertirse en fiel modelo en el que mirarse las monarquías europeas del último siglo. Y esto, sin duda alguna, se debe a Isabel II, a su largo y fructífero reinado y a su particular manejo de las discordias familiares; una familia digna de la tradición de los reinados británicos en su historia y, por lo tanto, aunque en breves ocasiones gracias a ella, escandalosa familia.
Muchos hablan con su muerte hasta del fin de una era, y eso es indudable. Pero el fin de una era, en el momento histórico que nos ha tocado vivir, supone a la vez el comienzo, o el aumento, del cuestionamiento. Carlos III se enfrenta no sólo al reto de, con 73 años, afrontar ser el heredero del trabajo de su madre, sino también el del deber de no cometer ni el más mínimo error que sería castigado con una enorme furia por sus súbditos. La monarquía inglesa comienza, con el reinado transitorio de Carlos, un examen con lupa. Y es que Reino Unido, con sus avenencias y desavenencias, es un Estado muy peculiar que ha ofrecido al mundo gran parte de su filosofía profundamente liberal, de su capacidad industrial y de su imperio colonial que ha sabido conservar estratégicamente a través de la fortaleza de la Commonwealth, una comunidad de naciones que se nutre entre sí económica y socialmente haciéndose así más fuertes y haciendo a Reino Unido, a través de su desaparecida reina, en el centro de un poder enorme en todos los continentes. Mientras, en España, hemos conseguido unos socios de Gobierno que no sólo cuestionan la conquista de América sino que, además, trabajan con sus socios ideológicos en hispanoamérica en forjar un profundo odio a lo español, a la Historia de España, a su monarquía y a las relaciones con nuestro país. Y todo, con una reinterpretación de la Historia que se aleja, y mucho, de la fiel realidad que reflejan los documentos hitóricos refrendados por los historiadores a lo largo de los siglos.
Pero, centrándonos en el cuestionamiento de la monarquía, que de seguro será alimentado en estos momentos en Reino Unido por grupos de interés político, pronto lo veremos, es digno de analizar el papel de la desaparecida Isabel II, en su reinado. Como indicaba en el primer párrafo de este artículo, la sinigual monarca marcó su trabajo bajo el precepto fundamental de que se debía a sus súbditos. Fiel a la hora de escucharlos, de atender y mostrar una especial debilidad por las causas caritativas, por fomentar la caridad y las acciones que mostraran un beneficio por los más débiles, sólo tuvo frente a sí la sombra de una princesa a la que ella y su familia terminó despreciando, precisamente, en defensa de la familia, y porque la parte afectada de la misma eran parte indisoluble de la corona británica y, por lo tanto, eran razón de Estado. Esa princesa fue Lady Di y la razón de Estado era Carlos, hijo de la soberana y desde ayer Carlos III de Inglaterra.
Lady Di supuso la gran sombra del reinado de Isabel porque consiguió ofrecer una imagen desinhibida, fuera de ese encorsetamiento y rigidez que caracterizan a la familia real británica, y a la vez fue la voz dulce y amable de las causas justas, también de los más débiles. La sembraron como víctima y ella consiguió regarse con el amor de una multitud de fans de su imagen dulce y cercana, sincera y directa, fuera de todo protocolo. Lo que pocos consiguieron llegar a entender es que ni Lady di no fue capaz de entender el compromiso y los austeros protocolos reales como parte de ese privilegio, una parte de ese privilegio que supone la entrega de la propia vida y de los propios intereses en favor de la institución, ni Carlos fue tampoco capaz de comprenderlo y asumirlo, priorizando su sentimientos al chantaje impuesto por la propia institución y su imagen de tener que comprometerse de por vida con una mujer que respondiera a una serie de características que no cumplía la que, a partir de ahora, será la reina consorte, Camila Parker.
Y todo esto viene a colación de lo que supone, de hecho, afrontar la responsabilidad para la que ha sido educado un rey o una reina, poner al Estado y a la institución monárquica por encima siempre de sus propios intereses, que quedan reducidos a disfrutar de esos privilegios sin excesos en el poco tiempo que el reinado les permite con sus actos institucionales, encuentros, despachos, viajes…
Y he aquí una de las principales diferencias entre un Jefe o Jefa del Estado monarca y una o un Presidente de una República, de perfil político, aunque elegido por una mayoría de ciudadanos. El primero o primera siempre tendrá como prioridad al Estado y a la Institución monárquica mientras que en el segundo caso la respuesta pasa por un filtro político e ideológico, los intereses de partido y los personales (en España, el Rey Juan Carlos cometió el error de priorizar sus intereses personales y esto supuso el fin de su reinado). En el primer caso la persona ha sido educada para asumir una responsabilidad de por vida y en el segundo la única garantía es el voto, la elección, pero ni siquiera el cumplimiento de las promesas electorales o de partido. Todo esto, por supuesto, en la responsabilidad de la jefatura, que no de gobierno, ya que en el primer caso el o la monarca no participan en la elaboración y aprobación parlamentaria de las leyes y en el segundo existe un claro papel y presión sobre aquello que pase por el filtro de las instituciones del poder legislativo.
Y no son pocas las veces que se ha hablado de la defensa por parte de los monarcas que, como en el caso español, además, son jefes de todos los ejércitos. Imagínense que esa integridad territorial en nuestro país pasase o dependiese de las manos de un Jefe de Estado del partido que apoya al PSOE en el poder en España y forma parte de su Gobierno.
Cuidado porque, a veces, la lógica podría jugarnos muy malas pasadas.
¡Qué Dios nos salve!
Periodista, Máster en Cultura de Paz, Conflictos, Educación y Derechos Humanos por la Universidad de Granada, CAP por Universidad de Sevilla, Cursos de doctorado en Comunicación por la Universidad de Sevilla y Doctorando en Comunicación en la Universidad de Córdoba.
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