La nación política

El proceso de gestación de una entidad política, recuerda G. Bueno, guarda similitudes notables con la formación del Cuerpo Místico de Cristo en las consideraciones teológicas. En consonancia con las palabras del Apóstol San Pablo, que proclamó: “ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gálatas 3, 28), pueden vislumbrarse paralelos en momentos cruciales de la historia.

Danton, que asistió al nacimiento de la nación francesa, pudo decir algo semejante: “ya no existen normandos, corsos, burgundios ni galos; somos todos franceses”. De manera análoga, al establecer la nación española, pudieron afirmar los constituyentes de Cádiz: “ya no hay castellanos, catalanes o navarros, sino únicamente españoles”. Así se traslucía claramente en la Constitución de 1812. En cierto modo lo dejó dicho también el poeta portugués Luis Vaz de Camões o Camoens (1524 – 1580): “portugueses y castellanos, todos españoles”.

Estas reminiscencias de índole religiosa en el ámbito político no son mera coincidencia; en gran medida, representan transposiciones de conceptos teológicos, aunque ahora no interesa mostrarlas más de lo imprescindible. Es evidente, no obstante, que para dar vida a la nación francesa se hizo imperativo dejar atrás los linajes galos, normandos y demás, que conformaban la población de Francia, o los variados orígenes de los habitantes de España, como castellanos, andaluces y navarros.

Se hizo imperativo dejar atrás las naciones raciales o étnicas para que la nación política ofreciera a todas ellas un terreno nuevo, una organización política de nuevo cuño de la que todos, con independencia de su condición, fueran clérigos, campesinos, burgueses o nobles, convergieran como miembros igualitarios en un nuevo poder soberano, el poder del pueblo fundando la democracia moderna. Esta nueva sociedad política recogería el legado del pasado, pero no se contentaría con ello, en contraste con la nación étnica o racial que los secesionistas vascos, corsos o catalanes intentaban e intentan erigir, la cual mantiene fronteras divisivas. Será una entidad política de todos, al menos en proyecto.

No es necesario decir más para comprender que nuestros gobernantes, de un signo u otro, tanto Sánchez como Feijóo, parecen inclinarse más por lo racial y étnico, que ellos cifran en la lengua -catalana, vasca, gallega-, como si la lengua indicase origen o pertenencia. Si así fuera, los hablantes de español podrían reclamar como nación casi toda América. Lo mismo podrían hacer los hablantes de inglés. Pero dejemos esto ahora. Esta nueva clase de sociedad política no se entiende solamente a partir de una Idea teológica, a la que ciertamente está vinculada a través de los escritos de Mariana, Suárez o Belarmino, los verdaderos creadores en la distancia de la idea del pueblo como origen del poder, es decir, de la teoría democrática actual. Ni siquiera se entiende como opuesta a ella. Su novedad no tiene que ver con el hecho de haber dejado atrás la Idea de Dios como fundamento u origen del poder, como sucedió con la monarquía anterior, que veía al rey como vicario de Dios en la tierra.

Ya, en otras ocasiones, habían pasado cosas semejantes en la historia. Fue así, por ejemplo, en la democracia ateniense de Solón, Clístenes, Efialtes e incluso Pericles. Allí se entendió que el origen del poder estaba en el demos, pero esto no bastó para pensar que Atenas era una nación, porque allí subsistieron las diferencias tribales, las de clase, las habidas entre los atenienses y los metecos, entre los esclavos y los libres, entre los hombres y las mujeres, etc. Estos no eran ciudadanos, politai. La República de Platón también asigna el poder a una clase con exclusión de las demás, lo que no era otra cosa que seguir el modelo reinante en la realidad. Luego tampoco su sociedad perfecta es una nación política.

La nación política es novedosa por otros motivos, porque, mientras en las demás sociedades el poder político ha sido propiedad de un grupo, una casta, una familia o una clase, con exclusión de todas las demás, que aceptaban y veían como algo natural esta exclusión, y no se les pasaba por la cabeza -ni siquiera a Espartaco- subvertir ese ordenamiento, en una nación política se niega el monopolio del poder político como propiedad de una sección de la sociedad. La novedad de una nación política está en negar las aristocracias de sangre o de dinero y en afirmar a todos los individuos como sujetos únicos de la soberanía. Todos tienen, por tanto, derecho a ejercer esa soberanía que no es de nadie más que de ellos.

Puede objetarse que fueron las burguesías ascendentes las que, para granjearse el apoyo de todas las demás clases, particularmente las más desprotegidas, en su lucha contra la nobleza y el rey, extendieron el derecho a la soberanía a todos por igual. Puede objetarse también que este derecho no garantizaba la igualdad, la libertad y la fraternidad de los miembros de la nación más que sobre el papel de la ley. También que durante mucho tiempo los que carecían de renta quedaron excluidos por principio, aunque podían participar con pleno derecho si llegaban a adquirirla.

También quedaron excluidas durante mucho tiempo las mujeres: hasta el general De Gaulle en Francia, hasta la Primera República en España, el uno de octubre de 1931, con oposición de las izquierdas, que pensaron que las mujeres votarían en masa a la derecha. Se trataba de limitaciones evidentes, pero de limitaciones que la propia comunidad política, la nación, tenía que combatir mediante la escuela y el empleo si había de permanecer fiel a su proyecto original. Puede admitirse que estas nociones, estos proyectos pudieron servir a veces para enmascarar muchos abusos sobre los débiles que apenas se diferenciaban de los del Antiguo Régimen, como Marx se encargó de demostrar.

Pero, pese a todo, la Idea de nación no pertenece al grupo de las ideologías, pese a Marx, porque la exclusión de las aristocracias y la inclusión de todos los ciudadanos en el cuerpo político es mucho más que un mero juego de disfraces, como él se empeñó en mostrar. De ello es prueba, por ejemplo, el hecho de que los términos en que el Manifiesto comunista había dibujado la lucha de clases hubieron de ser reformulados cuando se comprobó, ya en la Primera Guerra Mundial, que la unión entre proletarios de distintas naciones era casi inexistente frente a la unión de proletarios y burgueses de una sola nación. Ésta prevaleció, por tanto, sobre la lucha de clases marxista. En realidad, la nación, como refundición de las naciones étnicas, tribus, familias, etc., en una estructura superior, fue su refutación terminante. Y esta estructura superior es lo que hoy corre grave peligro en España.

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