El peligro es Irán

Un orden mundial, que nunca ha existido, es resultado de las circunstancias históricas, que nadie domina. No obstante, hay ciertas tendencias que se entrelazan con el devenir de los tiempos. Una fue el orden westfalliano, que imperó en Europa durante tres siglos y aún sigue vigente, al menos como aspiración. Aparte de esta no muy grande península euroasiática, el resto del planeta no supo de él.

Después de un siglo de conflictos religiosos, políticos y sociales, advino la guerra de los Treinta años, que duró desde 1618 hasta 1648. Los contendientes abrazaron la concepción de la guerra total, que convierte todo en objetivo militar: poblados, ciudades, personas, cosechas, templos, etc. Nada quedaba excluido de la posible destrucción. De su práctica se siguió el exterminio de casi la cuarta parte de la población, por las hostilidades directas o por sus secuelas.

Luego, cuando todos comprendieron que no podían aniquilarse unos a otros, porque nadie retenía la fuerza suficiente, se vieron compelidos a forjar una suerte de pacto por el que cada cual se comprometía a dedicarse a sus asuntos y a no interferir en los de los demás. “Vive y deja vivir”, pareció el lema que todos hicieron suyo. Eso fue la Paz de Westfalia. En virtud de aquel acuerdo, cada Estado era soberano dentro de sus fronteras y reconocía y respetaba las inclinaciones religiosas y políticas de sus vecinos. Fue un triunfo del pragmatismo, el reino de los contrapesos entre los gobernantes como recurso eficaz para la prevención de conflictos. Se erigía así un orden internacional cimentado en la diversidad y la renuncia a lo absoluto.

Los que sellaron el pacto ignoraban el hecho de que estaban sentando las bases de un orden nuevo, de un sistema que podría extenderse más allá de los confines de Europa. No lo supieron, pero lo hicieron. Así es la compleja y oscura trama de la historia, en la que el destino se va tejiendo con lo inesperado. Sólo las naciones europeas vislumbraron la posibilidad de ese orden. Rusia, China y el Imperio Otomano, por ejemplo, siguieron viéndose como el arquetipo de un orden legítimo para toda la humanidad.

Sucedió esto mismo también con el régimen que en Irán siguió a la Revolución Islámica de Ruhollah Jomeini, una revolución que no tenía la finalidad de introducir la democracia ni traer reformas sociales, como creyó gran parte de la izquierda europea. El Estado como tal es ilegítimo para Jomeini y sus seguidores. Si acaso es un arma que puede resultar útil para una lucha religiosa mucho más amplia. Desde esa perspectiva el Oriente Próximo está troceado, según los ayatolás, por fronteras artificiales e injustas, impuestas por tiranos e imperialistas, algo que es contrario a la ley de Alá, por haber fragmentado una vez más la umma, la comunidad musulmana, que, dicho sea de paso, también defendía el padre de la patria andaluza, Blas Infante.

La óptica impuesta por Jomeini se tejía en torno a una interpretación expansiva del Corán, con el propósito de forjar un orden global legítimo y equitativo. Para tal fin, se preveía la demolición de todos los gobiernos existentes en el mundo musulmán, transformándolos en regímenes islámicos. La victoria de la Revolución en Irán se presentaba como el amanecer de un reino divino. Como declaró Mehdi Bazargam, primer ministro de Jomeini, el gobierno debía emular al de Mahoma y los primeros años de su yerno, Alí. Consecuentemente, cualquier forma de oposición se consideraba blasfema en esta visión, pues en un gobierno divino el disenso se equipara al pecado. No resulta sorprendente la serie de ejecuciones que siguió a la instauración de este régimen.

Empero, Irán juega con dos barajas. Por un lado, personifica un movimiento islamista que ansía la aniquilación del sistema westfaliano; mientras que, por otro, exige sus derechos westfalianos al estructurar su comercio, entablar relaciones igualitarias con otros estados en las Naciones Unidas, y llevar a cabo sus gestiones diplomáticas. Es un régimen clerical que se beneficia de un orden que, a todas luces, intenta desmantelar por pecaminoso.

Aquí deseo destacar tan solo, siguiendo lo dicho por Kissinger en El orden mundial, su carácter de movimiento religioso de alcance universal, y la amenaza que representa para la estabilidad de Oriente Medio y, por ende, para el equilibrio global. En otros artículos procuraré desarrollar estas nociones y lo que ellas implican.

Jomeini y su sucesor Alí Jameini no son simples figuras políticas, como podría serlo un presidente en Francia o España. Son ayatolás, cuya influencia rebasa las fronteras de Irán. Ejercen su poder divino cuando emiten fatuas contra Salman Rushdie, un súbdito británico, o contra Benedicto XVI, el Papa de Roma, y cuando orquestan el asalto a la embajada de Estados Unidos en Teherán. En su papel de régimen islamista con aspiraciones de alcance universal, Irán brinda respaldo a grupos como Hezbollah y el Ejército del Mahdi, los cuales emplean tácticas de terrorismo contra las autoridades de sus respectivos Estados. Además, suministra armas a Hamas para que se enfrente a Israel, considerando que este Estado no tiene derecho a existir, porque ha ocupado tierra islámica.

En este nuevo baño de sangre infligido a Israel, hay que mirar hacia Irán, que ha sido señalado hace tiempo por su presunto respaldo financiero a cierto partido político en España, y se le atribuye un papel en el apoyo a Hamas. A nadie sorprende que los gerifaltes de ese partido, alguno de ellos en el gobierno de la nación, hayan apoyado el ataque de Hamas, estando aún caliente la sangre de las víctimas, tachando a Israel de… ¡genocida! A Hamas también brinda ayuda la Comisión Europea, aunque ésta se excusa aduciendo que la financiación va destinada a la gente de Gaza, pero obvia el hecho de que Gaza está gobernada por Hamas desde que tuvieron lugar las últimas elecciones, hace diecisiete años.

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