En el conjunto de principios que han de guiar el devenir político, destaca, según Juan de Mariana, la premisa cardinal de que el gobernante, en su ejercicio del poder, no debe perder de vista su origen delegado, reconocer que la autoridad que ostenta no es propia, sino conferida por la comunidad misma sobre la cual impera. Es su deber despojarse de toda tendencia a la tiranía y tratar a sus súbditos con la deferencia debida a hombres libres. Descuidar este deber lo coloca en el umbral de la tiranía y le hace merecedor del más severo de los castigos, incluso, la muerte, dictada por aquellos a quienes ha sometido.
Este principio, forjado por la pluma del jesuita en el siglo XVI, resurgió con ímpetu a principios del XIX en las convicciones de los revolucionarios franceses, siendo inmortalizado por el pincel del artista de la Revolución, Eugène Delacroix, quien lo plasmó en el lienzo en que se muestra a Marianne, musa de la lucha contra la tiranía, ataviada con el símbolo liberador del gorro frigio, exhortando a rebelarse contra la opresión. La musa debe su nombre al padre Mariana.
La esencia de esta tesis germinó en un tratado comisionado por García de Loaysa, preceptor de Felipe III, con el propósito de educar al joven príncipe para que ejerciera su responsabilidad regia con sabiduría y prudencia. Cuando el lugar de la soberanía se desplazó, cediendo su trono al pueblo, la necesidad de educar a esta nueva fuente de poder se alzó como prioridad, como lo contemplaron los próceres de la Constitución de Cádiz. La idea del tiranicidio, lejos de ser exclusiva del padre Mariana, se encuentra en múltiples pensadores, entre ellos Vitoria, Azpilcueta, Ginés de Sepúlveda, Diego de Covarrubias, Navarro, Molina, Suárez, etc. Lo que distinguía al autor era su elocuencia notable y una vehemencia sin par en la defensa de su idea.
El tratado vio la luz en el latín, el idioma que en esa época era universal Europa, garantizando su lectura y difusión sin que las fronteras entre países fueran un obstáculo para su difusión, lo que lo convirtió en un auténtico éxito editorial en el siglo XVII. La obra se impregna de un matiz pesimista; el poder no tolera compartición y el que lo ejerce, devorado por su ansia de dominio absoluto, se ve tentado a eliminar cualquier obstáculo en su camino. El gobernante, designado por el pueblo para preservar su libertad bajo el amparo de la ley, con frecuencia se transforma en tirano al desvincularse de dicha ley, alterándola a su antojo. Es entonces legibus solutus.
Mariana, al desarrollar estas reflexiones contrarias a la tiranía latente en los reinos de su tiempo, excepto en el español, establece dos pilares de la monarquía constitucional, germen de las democracias actuales. En primer lugar, postula que el rey está sujeto al imperio de la ley, no al revés, una sumisión establecida por la imperiosa necesidad de resguardar la equidad y justicia que siempre se tambalean. Uno de los capítulos de su obra se titula: “El príncipe no está exento de acatar las leyes”. En segundo término, destaca que la comunidad ostenta un poder superior al del gobernante, siendo ella la que ha consentido las leyes fundamentales o constitucionales y sin su aprobación no puede hacerse ningún cambio.
El tiranicidio, lejos de ser un acto gratuito, emerge como recurso extremo, una fuerza coercitiva destinada a evitar el arbitrio del gobernante. Es crucial infundir en su corazón el temor perpetuo a la consecuencia de sus actos, recordándole que su conducta puede ser castigada. Ya sea el gobernante un monarca o, trasladando estas ideas a nuestros sistemas políticos, los jefes de partido, oligarquías, ministros, presidentes o parlamentos, esta teoría es, en esencia, una manifestación del Estado de Derecho, presentada con realismo y a veces con crudeza. El entusiasmo que despertó, pese a ser expuesta por un clérigo, fue palpable incluso en figuras como Pi y Margall, quien no la consideró una mera teoría “clerical”.
Y en estos principios importantes y expuestos con sencillez se apoya la convicción de quienes, hayan leído o no a Mariana, se oponen al curso actual de las cosas en España, porque ven con claridad que el camino que conduce a la tiranía se ha ido preparando hace tiempo y ahora está siendo recorrido por quienes nos gobiernan, pues están queriendo cambiar leyes fundamentales a su antojo, “devorados por la pasión del poder”.
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