Travesuras geriátricas: vida, risas y andadores

En mis años de adolescencia, cuando aún creía firmemente en la posibilidad de cambiar el mundo, me uní a un grupo de amigos decididos a invertir nuestros domingos como voluntarios en una residencia de ancianos con matices religiosos.

Los domingos, desprovistos de personal, se convertían en días festivos para nosotros, y en un acto de colaboración, nos convertíamos en anfitriones de la hora de la comida para aquellos con más juventud acumulada y en asistentes personales para las monjas del lugar. Fue una experiencia donde la juventud se encontró con la sabiduría de aquellos guardianes del tiempo que llevan consigo la riqueza de las eras pasadas. Aprendimos a valorar y compartir nuestro tiempo y energía con generosidad, esquivando con destreza andadores y sillas de ruedas.

En este escenario, descubrí el poder mágico de los besos y las sonrisas. Besar y sonreír no costaba nada, pero su impacto era tan significativo como el ego de un gato en una sesión de fotos. A veces, una simple sonrisa podía iluminar el día de alguien más que una linterna en una cueva. En las apacibles tardes de ver televisión, aprendí el arte de tomar la mano, un gesto sencillo que comunicaba más que mil palabras. Descubrí la magia de compartir la televisión como una nueva aventura, ya que, para los residentes de la tercera edad, cada película era como el estreno de la última joya de la corona cinematográfica.

Escuché las historias de guerra más veces de las que vi salir al sol, pero cada vez que me sentaba a escucharlas de nuevo, era como si estuviera presenciando un episodio de «Juego de Tronos» narrado por un abuelo emocionado. Y, por supuesto, descubrí que no hay nada más divertido que participar en juegos de la Edad de Oro. Bingo, parchís, dominó… eran sus versiones de la alta tecnología en pasatiempos, y participabas hasta que ellos se cansaban, ¡No tú!

Me sumergí en deberes intelectuales, estimulándolos con «tareas» que ejercitaban sus mentes, desde ganchillo hasta cuadernos de caligrafía. Porque una mente activa era una mente feliz, y siempre es bueno tener un repertorio de actividades que hagan que parezcas más inteligente de lo que eres. O, al menos, eso pensaba yo mientras buscábamos nombres de frutas y verduras que empezasen por vocal.

Escuché y bailé con ellos al ritmo de sus canciones favoritas, aunque fueran más antiguas que el mismísimo Tutankamón. Descubrí que era un viaje nostálgico que valía la pena, incluso si a veces sentía que había retrocedido demasiado en el tiempo y mi reproductor mental quedaba atascado en la década equivocada. Pero hey, si eso los hacía felices, ¡que así sea! Bailar al ritmo de un vals o de los éxitos de Elvis Presley en medio del salón de actividades era como participar en un musical.

Aprendí el poder del paseíto diario, con o sin andador, ¡y vaya invento el del andador! La brisa fresca y el sol se volvieron sus medicinas naturales, una buena dosis de vitamina D y aire fresco para despejar el estrés de vivir tantos años. Aunque claro, siempre había que estar atentos para no ser arrastrados en una carrera de andadores descontrolados. Aprendí a respetar sus emociones, sin burlarme de sus llantos, incluso por nimiedades.

Para ellos, cada emoción era intensa, como si hubiera ocurrido ayer, y yo me convertí en la versión moderna de un pañuelo de lágrimas ambulante. Descubrí que cada medicamento de menos era un año más de vida y consulté con el médico para retirar aquellos que no eran esenciales. Organizar sus medicamentos en pastilleros y supervisar personalmente las tomas se volvió vital para su bienestar, aunque a veces mi papel de enfermera improvisada incluía coreografías para convencerlos de tomar las pastillas.

Con mis amigos, vivimos experiencias que guardaremos siempre. En este escenario de travesuras geriátricas comprendí que el respeto por las emociones, la atención a los detalles médicos y el compromiso auténtico en cada interacción crean recuerdos invaluables. Generamos momentos que se entrelazan con la esencia misma de la existencia, donde la risa y la sabiduría construyen experiencias compartidas que perdurarán eternamente

Ahora, en mi etapa adulta, ya con seres queridos en el más allá, asumo la responsabilidad de perpetuar el legado de cuidado y amor hacia nuestros mayores. Avanzo con las lecciones aprendidas en cada historia, risa y momento de conexión auténtica. Al final del día, cuidar de nuestros mayores no es solo un acto de amor y paciencia, sino una manera de preservar la esencia de la vida y enriquecer nuestro propio viaje en este rincón del tiempo compartido con generaciones pasadas.

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