La muerte

Yo sabía, querido lector, que usted querría leer mi artículo según viese el título… ¡¿cómo no?! La muerte… y es que no es baladí; independientemente de sus creencias o su forma de ser, la muerte siempre sobrevuela nuestra inquietud, nos genera sed de respuestas acerca del «después» y quizás no nos centramos tanto en lo que significa morir y lo que viene a decirnos de nosotros mismos.

Una cosa es cierta, la muerte es un acontecimiento absolutamente personal que abre dimensiones en clave de pregunta y que a menudo son ignoradas o permanecen veladas en nuestro día a día: nos interpela acerca del sentido, del tiempo, de la nostalgia, del miedo, del destino, de la esperanza, de Dios… Frente a la simplificación del asunto reduciéndolo a un despreocupado «Carpe diem».

La meditación sosegada sobre este tema, nos devuelve a nuestra condición humana menos sofisticada y, por tanto, más pura y original, pues no es posible pensar sinceramente la muerte desde la objetividad, es decir, del mismo modo como pensamos en un fenómeno natural cualquiera o en aquel jarrón que se rompió… Nos conmueve de un modo especial que algo viene a decir sobre la condición humana.

Desgraciadamente todos hemos sido testigos de la muerte de algún ser querido. Recuerdo que durante mi estancia en un centro de paliativos acompañando a alguien importante que se marchó muy pronto, a ella ya no le ayudaba hablar con los psicólogos del centro y sólo quería ver al sacerdote, quien fue capaz de darle paz y fuerza en ese duro trance.

Aquello me hizo pensar sobre la insuficiencia del concepto de la muerte que los expertos de nuestras actuales sociedades tienen e inculcan, así como en la experiencia de la muerte que las religiones pueden contener, a menudo infravaloradas por esos doctos de manual conductista que no sirven para nada en momentos clave, pues estos momentos vitales son ajenos al discurso científico. 

La realidad sigue siendo fundamentalmente un misterio que nos involucra e implica existencialmente, de modo que acontecimientos como la muerte son incisivos momentos de aclaración de la existencia propia en tanto que es una situación límite e inevitable que no se procesa a la luz de certezas de expertos.

El gran pensador M. Heidegger entendió que la muerte propia nos pone en evidencia nuestra posibilidad de ser, propiciando para ello la preocupación y el cuidado de nuestro ser como proyecto existencial hacia la muerte, que está ya ahí como misterio infranqueable que sella nuestro destino dotándolo de sentido con perspectiva de totalidad: «mi propio fin» como realidad radical puede movernos a tomarnos en serio y dejar así la farándula de las certezas de los hombres soberbios, sus verdades y sus ocupaciones.

A diferencia de los animales, somos conscientes de nuestra propia mortalidad y esto puede cambiar nuestra vida si nos tomamos en serio (en) nuestra condición mortal, es decir,  a no ser que eludamos la cuestión y nos entreguemos a la satisfacción constante de necesidades básicas (ese Carpe diem con el que cualquier «sus scrofa doméstica» estaría de acuerdo) o diluyamos la pregunta que nos interpela personalmente en las colectividades que hoy tanta fuerza toman para hacer del individuo y su responsabilidad sobre sí mismo tan sólo pura inercia. 

 Lo central del asunto es que la muerte es ineludiblemente individual, de modo que nadie debe autoproclamarse experto en la materia como para tratar de dictaminar cómo afrontarla. Siglos atrás, San Agustín vió la necesidad de que todo hombre hiciera un ejercicio de introspección, no sin tormento o tribulación, para hallar en nuestros fueros internos los fundamentos de nuestra existencia con que dotarla de plenitud, lo que ningún psicólogo hoy en día sería capaz.

Esta meditación a la que San Agustín invita es una necesidad humana y sólo su planteamiento dice mucho ya sobre la configuración del sentido. Desde el momento que usted reacciona ante la cuestión de la muerte (propia o la de un ser querido) con sufrimiento, rabia o nostalgia, usted está manifestando una cualidad propiamente humana: la trascendencia. Por eso resulta forzado, indigno y una perversión literalmente increíble, presumir de poseer una actitud laica o materialista, ajena al componente religioso, respecto a la muerte. ¿Quiere usted una versión atea y laica de la muerte? Vaya a una sala de autopsias y ahí la tendrá: cuerpos diseccionados por la causa científica.

Por el contrario, toda motivación, conmemoración o preocupación en torno al misterio de la muerte, como ejemplo de un misterio aún mayor, que es la realidad y la experiencia de la verdad humana, indican la trascendencia que nos es propia como expresión de nuestro ser y que las religiones sí aceptan, custodian y veneran.

Por ello, son absurdas esas puestas en escena llamadas funerales laicos, que también parecen estar de moda y esa solemnidad entre quienes dicen ser filosóficamente materialistas, porque o su solemnidad es ficticia o su materialismo les viene grande, pero aún más indignantes son las propuestas de ciertos políticos que tratan de expulsar a sacerdotes de sitios como los hospitales donde los enfermos, especialmente los terminales, necesitan ese toque de profundidad humana que la trascendencia brinda en el momento más crucial, la muerte propia.

¿Qué maléfica ideología es capaz de querer gestionar la existencia de cada persona hasta el punto de parecer indicar a cada uno cómo debe morir para morir bien, científica y democráticamente? Pues la única capaz de colectivizar los trasfondos más puros del ser humano para reducirlo a ser una pieza prescindible de un engranaje mayor que posee toda la importancia, toda ideología ligada al marxismo y derivados. 

En resumen, no hace falta profesar un credo específico para comprender la trascendencia de la que nos habla la religión; basta con no tomarse la vida (la propia y la del otro) de una manera frívola tal y como hacen los discursos de los métodos de manuales, los pensamientos estereotipados y los circos del laicismo y el materialismo marxista, y, frente a esto, orientar nuestro pensamiento hacia la profundidad del ser y su misterio, cuya máxima expresión es nuestra propia vida. 

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