La profecía de Nietzsche: el último hombre

Queridos lectores, mi aportación esta semana trata de compartir con todos ustedes (y ustedas) un análisis de nuestra actualidad histórica en lo referente a un asunto clave que marca una época: qué concepción tenemos de nuestra propia existencia, lo que implica también conocer la precomprensión que subyace acerca de la realidad, la vida y el ser, pues ésta fundamenta aquella… y lo haré apelando a lo que dejó escrito el afamado pensador F. Nietzsche, quien pronosticó tanto para el siglo XX como para este siglo XXI ser el tiempo del último hombre, nosotros, pues. ¿A qué o quién se refería nuestro enigmático autor y qué tiene que decirnos o enseñarnos sobre nosotros desde el siglo XIX? 

Es sabido que Nietzsche es autor de la célebre frase «Dios ha muerto», con la que en absoluto quería evidenciar su ateísmo (aunque ateo era) sino indicar la pérdida de una referencia, de un fundamento de antemano capaz de vertebrar el sentido humano. La muerte de Dios es la consumación de la era metafísica que nace en la antigua Grecia y viene a señalar el destino de la civilización occidental, esto es, la imposibilidad de contar con coordenadas existenciales previas a nuestra vida. Esto significa que, con Dios, muere la racionalidad, la posibilidad de toda verdad, de toda moral y valor, de todo principio ontológico… estamos existencial y literalmente naufragados. 

A este naufragio, Nietzsche lo denominó «nihilismo» (del latín «nihil», nada), pues la nada opera como trasfondo sobre el que llevamos errando como cultura todos estos siglos y que ahora se ha evidenciado con la quiebra de los viejos ídolos a los que racionalistas y cristianos (pilares de nuestras señas identitarias como occidentales) rendían pleitesía. 

El nihilismo es una condición histórica que Nietzsche nos anima a afrontar jocosamente, con valentía, liberando las potencias creativas como los antiguos pueblos supieron hacer, sin dualismos ni ataduras morales, simplemente honrando la fuerza de la vida. No obstante, Nietzsche era consciente de que la nueva realidad humana no era fácil de asumir y que este trauma generaría un periodo de tiempo (el nuestro) en el que predominaría un nihilismo decadente que encarnaría el último hombre. Es entonces cuando Nietzsche describe nuestra época y habla de nosotros al hablar del último hombre. 

Éste se enfrentaría a la nueva condición histórica con una actitud derrotista. Puesto que no hay nada de antemano, entonces nada debe merecer la pena. Se abre un periodo de un relativismo banal y autocondescendiente, donde el individuo va a preferir delegar la responsabilidad sobre su ser a instancias ajenas y superiores, como el borrego que voluntariamente se arrima al pastor. Hay claros indicios ya en la época del autor que le llevan a estas visionarias consideraciones: los movimientos obreros y demócratas, tan habituales a finales del siglo XIX, representan esa voluntad gregaria de quien renuncia de sí mismo para diluirse en colectividades que lo preceden y configuran su sentido de antemano.

A Nietzsche le repugnaba el marxismo y todos los movimientos sociales de su época, ya que ponían de relieve la necesidad del hombre decadente, que no asume creativamente la nada, de hacer de la realidad algo mediocre, rasurando hacia lo simple y lo bajo. Se anticipó así a las actuales sociedades de masas homogeneizadas que han convertido la democracia en una oclocracia pueril, chabacana y ordinaria. 

El último hombre alaba la igualdad porque es un valor (uno de los últimos que caerán) bajo el cual puede refugiarse y ocultar su miedo hacia la diferencia y la vida en todo su esplendor. Este miedo antivitalista llevará al último hombre, falto de horizontes y de fuerza espiritual para vivir la aventura de la vida, a asegurarse su supervivencia y la de todo el rebaño. Querer vivir más a costa de ocultarse del mundo y sus peligros es, para Nietzsche, un síntoma claro de falta de sentido de la tierra porque lo grandioso de la vida no es el instinto de supervivencia sino el afán de superación. 

Es por ello por lo que Nietzsche presagia que los siglos venideros serán tiempos en los que el ser humano se hará esclavo de la técnica. Ésta le aporta seguridad y también confort. El último hombre entiende el nihilismo con tanta parsimonia que sólo busca la comodidad. Ya sea a través de un sinfín de aparatos electrónicos, grandes pantallas o pequeños dispositivos, los hombres han abandonado el cuidado vocacional del milagro de sus propias vidas y se han convertido en meros trozos de carne dependientes de máquinas.

El último hombre es caprichoso, lo quiere todo ya, aquí y ahora; no conoce el placer del riesgo, la fuerza de la indigencia, el tormento de la meditación… Le gusta estar ocupado para esquivar la falta de sentido que lo inunda todo, porque le correspondería a él, como individuo, crearlo…y como no tiene ni agallas ni fuerza, prefiere comprar uno que ya hayan elaborado por él…o sencillamente obviar la realidad y refugiarse en mundo paralelos y virtuales. 

Incapaz de crear e incapaz de creer. Porque, aunque Nietzsche había sido previamente muy duro con la religión en sus obras, entiende que la experiencia religiosa por lo menos conserva un minúsculo residuo de creatividad y coraje en el acto de fe (mal enfocado según Nietzsche, pero existente) mientras que el último hombre ni siquiera es ya capaz de creer en nada. Su vida es mera inercia. Su existencia entera se reduce a ser un bulto cuantificable por criterios científicos, como ocurre con cualquier otro ente, un bloque de piedra, por ejemplo. Se ha convertido en una cosa más, pues carece de la garra propia de la vida humana volcada en la interpretación sobre nuestra existencia, creándola y afrontando la incertidumbre.

Nuestras generaciones están en las antípodas de esta actitud vitalista que para Nietzsche representa el Superhombre, una nueva especie por venir cuando desaparezca de la faz de la tierra todo vestigio de últimos hombres. Este salto evolutivo no puede ser pacífico, pero es necesario y especialmente merecido. 

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