Todo comenzó con los parquímetros

El 16 de julio de 1936 comenzó a funcionar el primer parquímetro en Oklahoma (EEUU), pero no fue hasta entrados los años ochenta cuando comenzaron a imponerse en las calles céntricas de las ciudades españolas, marcándose 1986 como el año en que se produjo una explosión en su implantación en todo nuestro territorio nacional.

Recuerdo aún aquellos tiempos y la sensación desconcertante e incierta de la mayoría de ciudadanos, los artículos de opinión y las cartas al director en un revuelo que duró poco… porque era un producto de la modernidad, de la necesidad de regulación, porque era bueno para todos y porque era bueno para las arcas municipales, potenciaba el uso de los servicios públicos de transporte… y eso se imponía a la idea de que podrían aparcar aquellos cuyo pago no supusiera un esfuerzo para sus bolsillos.

No era una medida elitista porque, se explicaba, los parquímetros no tenían un precio excesivo y, para gestiones necesarias, la aportación no sería excesiva, pero evitaría que la mayoría de los vehículos, como locos impulsivos, se lanzaran cada día a colapsar ese centro de la ciudad dando vueltas como posesos, a la búsqueda y caza del aparcamiento que, una vez conseguido, faltaba poner la bandera y auténtica lástima daba abandonar una vez que se abandonaban dichas gestiones. Lo cierto es, queridos lectores, que esos parquímetros supusieron el pistoletazo de salida de la muerte no certificada de los centros de las ciudades como centros comerciales principales y como reserva natural del comercio tradicional.

Luego aparecieron los centros comerciales, las grandes marcas (todo a lo grande), y los paseos calmados por el centro luciendo los últimos estrenos de ropa y la visita a los escaparates de esos comercios tradicionales fueron desapareciendo, dando paso a las carreras por la compra en esos centros comerciales, las campañas de rebajas, los multiservicios en estos centros y los parkings en estos centros comerciales… gratuitos. Y, como remate final, en una decisión comprensible, al fin y al cabo, la peatonalización del centro de las ciudades que a pocas ha dado mucha más vida, o quizás tarde, a sus comercios tradicionales.

Ahora la amenaza no es a ese espacio público de todos que en los años ochenta muchos sentían como una agresión a sus derechos, ya que se pagan esos impuestos municipales entre los que se incluye el sello del coche, haciendo privativo un espacio que es de todos, sino que el espacio sobre el que se pone la punta de lanza son las autovías del Estado. Sí, del Estado que muchos ya identifican con el Gobierno, a modo de ese absolutismo de Luis XVI, pero en rollo republicano que es más guay porque es más progresista (Yo aún no hago más que darle vueltas a la cabeza en modo exorcista intentando encontrar la razón por la que la izquierda se atribuye todo el concepto progresista cuando en el sentido de muchas libertades y en el sentido económico de la política poco hay más conservador que la izquierda. Y si no que se lo digan a las autovías).

El caso es que se ha lanzado la amenaza a modo de sentencia a futuro de que habrá que pagar por circular por esos espacios públicos del Estado (que somos todos y lo formamos todos, y no sólo el Gobierno), para poder recaudar y poder así pagar su mantenimiento. Ay, su mantenimiento. Desde aquí lanzo un dardo no envenenado pidiendo que se evalúen todas y cada una de las carreteras del Estado, los materiales usados, su construcción, las capas aplicadas y lo que figuraba en la contratación a la hora de las multimillonarias concesiones. A partir de ahí, igual hablamos. Porque hay carreteras cuyo estado y Estado, difícilmente se entiende si no es bajo la sospecha de las mordidas convertidas en baches y boquetes en nuestros presupuestos.

El caso es que parece que se va a imponer ese impuesto, válgame la redundancia. Comencemos a rezar por el turismo nacional, por el comercio y la subida de precios, aumentada asimismo por la subida del precio de los carburantes; comencemos a rezar por el mantenimiento y por el futuro de esos bares, restaurantes y hoteles de carretera, con cientos de miles de personas trabajando en sus servicios; comencemos a rezar por un nuevo golpe a las libertades, en este caso de movimiento, que vuelven a atacar al modo de vida de nuestro país y a la felicidad de sus habitantes. Pareciera que el Gobierno hubiese utilizado la pandemia y el reclutamiento domiciliario y poblacional para acostumbrarnos a lo innecesario que es para ellos los desplazamientos.

Bueno, tampoco hay que exagerar, dirán algunos. Al fin y al cabo, esas tasas ya se pagan en otros países de Europa y ya nos acostumbraremos (desde los años 30 existían los parquímetros en EEUU). Hay quién dice que todo tiene un precio y a veces no nos damos cuenta de lo devastador que es el progreso entendido como lo que pasó con los comercios tradicionales de nuestras ciudades. Puestos en ello, que lo hagan, si lo harán y lo van a imponer si les da la gana, pero una vez más, como siempre, sólo pido una cosa, que no nos engañen sobre los motivos, sus causas y la repercusión que tendrá sobre todo y sobre todas esas decisiones tan imprescindibles.    

Ah, por cierto, coetáneo prácticamente a la imposición de los parquímetros fue la de los aparcamientos reservados para cargos políticos… y ahí siguen. Ha llovido mucho, pero nunca llueve igual para todos, a pesar del progresismo, o gracias a él.     

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