Afgamnistía

Hay que ver qué desafiante es la realidad política, más allá de los prejuicios. ¡Quién le iba a decir al mundillo llamado pijoprogre (Moncho Borrajo los llama progresister) que una decisión de Donald Trump los pondría contra las cuerdas y al albur de sus propias contradicciones! Harto (en palabras de un expresidente que tiene vetada su presencia en Twitter) de los “gorrones” europeos y de la OTAN, decidió descargar al erario público estadounidense en materia de defensa: si quieren tropas aquí o allá, gritaba a los cuatro vientos, ¡pongan ustedes más medios y muevan el culo!

Anunció la retirada de Afganistán, donde permanecían los americanos (y algunos destacamentos más) desde hacía 20 años. Se adiestraba un amago de ejército autóctono que contuviera el país e hiciera frente a los talibanes, llegado el caso. Cuentan los militares españoles que la instrucción era penosa, casi dramática: trabajaban con soldaditos de plomo, muy jóvenes, analfabetos estrictos a los que tenían que enseñar a leer y escribir y manejar un arma en apenas dos meses.

Biden, que ha mamado la teta del stablishment, ejecutó la maniobra sin distinguirse ni un punto de su predecesor. Los talibanes salieron de sus guaridas, paseándose en coches descubiertos, fusiles en alto y con barbas pobladas: ¡ay de aquel que haya sido partícipe, entusiasta del orden anterior o crítico con el statu quo depuesto en 2001! En unos días ya hemos tenido un atentado y la respuesta de un presidente demócrata y, por tanto, pacifista. Los detractores de uno y otro ignoran los hechos y se tiran los trastos. Parece que Ahmad-Massoud (el hijo del león de Panjshir) quiere organizarse para “dar la batalla”. Al-Qaida ejecutó a su padre y dos décadas después el país es un polvorín desatado. Pide el apoyo militar de Occidente (si se me permite el sustantivo), que solo expresa su bancarrota moral, sobre todo cuando se las da de solidario, en una mascarada estilo change.org.

Juan Carlos Girauta, y no sin razón, denunciaba el “silencio atronador” de la hiprogresía en las primeras horas. Faltó tiempo para que en España se abriera la sima de siempre. Cualquier acontecimiento (externo o interno) sirve para que asomen los productos más degradados de las ideologías. Los pijoprogres antiimperialistas (y antimilitaristas) claman por la protección de “las mujeres y las niñas afganas”. Tal es el caso de Anabel Alonso. Te anima a la movilización, desde su cuenta de Twitter. En su linda cabecita cabe un contingente de cajas con tres millones de firmas, avaladas con su DNI, enviadas a Kabul: sin duda, los talibanes tomarán buena nota de nuestras peticiones y exigencias. De los hombres no dice ni mu, como si no existieran. Los han asesinado a diario, incluso a machetazo limpio. Esta inmensa tragedia se ha reducido a una causa feminista y arreando. Circula como el nuevo eslogan, repetido aquí y allá. Las mujeres son la nueva clase obrera que necesita la izquierda desesperadamente. Los hombres (a no ser que se arrodillen) son el opresor, el patrón negrero. No debería extrañarnos, pues, que cuelguen una pancarta en el ayuntamiento de la Valencia de Ribó: en ella rezaba “en defensa de Stalin”.

En línea con Anabel Alonso, están los desquiciados “en clave nacional”. Afirma Cristina Fallarás que en los juzgados españoles se trata a las mujeres igual que en Kabul, Ley contra la violencia de género en ristre. También comparan el fundamentalismo talibán con el rezo del rosario y con Vox. Para Irene Montero es lo mismo lapidar que bautizar con agua bendita. Algún avezado (de los que están a todo) publicó una imagen de la segunda mujer de Santiago Abascal. Es una influencer con un físico espléndido, que se deja ver en biquini en Instagram. El ayatollah Abascal no le impone burkini ni ley de silencio alguna. Dicen las pijogrogres que su libertad al sol representa el yugo de la (con perdón) puta.

Quizá muchos compartamos el hastío de Sánchez Dragó. En un primer momento, quería plantarse en Kabul, en calidad de escritor y periodista. Después, cansado de tanta tontería, reclamaba en un artículo su derecho a la indiferencia. Llegados a este punto, yo desconfío de todo aquel que quiera salvar el mundo. Estamos ante una religión política, combatida a base de nada. El buenismo consiste en creer que el terrorista es también víctima, porque lo hemos tratado muy mal. Se preguntaba Jordi Évole “qué tiene de malo ser bueno”. La cuestión es qué tiene de bueno hacerse el tonto.  

En Francia están sucediéndose episodios insólitos. Hace unos días, un grupo de ciudadanos interrumpió el rezo de musulmanes cantando La Marsellesa. Mientras la sombra de un Alá disolvente sacude nuestros cimientos, (ERC cuenta con una diputada que usa hiyab, Najat Driouech, y que llama machista y racista al «negro de Vox” en preceptivo catalán), Spotify ya te pregunta si eres mujer, hombre o no binario. La sociedad que llamaron líquida se vuelve cada día más fofa, amorfa, impotente.

La única palanca de la hiprogresía es autodestructiva: somos colonizadores, etnocentristas, capitalistas, los malos. Una joven hace gala del “empoderamiento” de las mujeres con un velo la mar de chulo, (¡me lo pongo porque me da la gana!) desde una portada a lo Vanity Fair. Al mismo tiempo, otras voces lamentan su uso “solo si viene impuesto”, como símbolo de sumisión y del más brutal heteropatriarcado. Me ocurrió hace tiempo, en una exposición de fotografía. Consistía en una serie de retratos, todos de hombres, tomada en África. Quise saber por qué no había una sola imagen de mujer. El autor me contestó que no se les permitía posar y que él era “muy respetuoso” con las normas de los pueblos y tribus que había visitado. El joven es nacionalista y de izquierdas, además de una bellísima persona. No denunciaba, sino que “respetaba”. Si le hubiera pedido su opinión, sé lo que me habría dicho: que toda la culpa la tenemos nosotros.

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