Hace tan sólo unos días, los que todavía somos capaces de entender y sentir la historia de España como algo de lo que enorgullecernos, proscritos en una sociedad española adormecida por sucesivos sistemas educativos implementadores de la nada más absoluta; celebrábamos sin rubor el 450 aniversario de la Batalla de Lepanto, “la más alta ocasión que vieron los siglos”.
Esa batalla, que supuso la defensa de la libertad frente a la barbarie, que supuso la defensa de los valores cristianos frente a la expansión del islam en Europa, no fue un momento crucial por los medios con los que contábamos, sino por lo que, plenamente conscientes, defendíamos. Hoy, en pleno siglo XXI, pareciera como si todo aquello fuese algo ajeno, extraño, ignoto. Y digo esto tras contemplar el bochornoso espectáculo al que, de forma perfectamente medida y estudiada, hemos reducido la celebración del Día de la Hispanidad. “Hemos” no, “han”.
Más allá de la reducción al absurdo que supone someter a sufragio público si la cabra de la Legión cuenta con más simpatías que el malhadado Presidente del Gobierno de España (no tengan duda, amigos); más allá, incluso, de considerar totalmente intencionado e inapropiado que la minúscula parada militar al aire libre se realice como si de un desfile de la “Pasarela Mascarilla” se tratara; nos encontramos ante la necesidad de un pueblo de sentirse parte de algo grande, de un “fin mayor”; frente a la necesidad de sus gobernantes de fragmentar, destruir, reconsiderar, reescribir y adaptar a sus necesidades la historia de un pueblo, con el fin único de que, en esa nueva historia, se vean justificadas sus decisiones y maniobras presentes.
Así, nos encontramos en escenarios como el de que una ministra es capaz de colocar como asesores en su equipo a una condenada y a dos imputados pendientes de juicio por malversación sin que nadie se plantee, siquiera, cómo es posible que le estemos dando normalidad a la exaltación de la paranoia.
Y ustedes se preguntarán: “¿Qué tiene que ver la Batalla de Lepanto o la celebración del Día de la Hispanidad con que esta señora coloque, en apacibles poltronas y sin rubor alguno, a sus conmilitones de fechorías?”.
La respuesta es sencilla. Es la misma respuesta que tiene la pregunta que nos hacemos cuando, tirando de hemeroteca, comprobamos que, prácticamente antes de ayer, la misma ministra consideraba que “colocar a los amigos puede ser legal, pero no deja de ser corrupción”. Y es que, amigos, la respuesta da tanto o más miedo que la propia pregunta. La fragmentación, destrucción, reconsideración, reescritura y adaptación de la historia es la herramienta que han utilizado los tiranos, a lo largo de los siglos para convertir a los pueblos en carne de cañón cultural, para ser disparada según convenga y utilizada en función de las necesidades de cada momento, convirtiendo al pueblo en una masa sin conciencia ni consciencia, como un folio en blanco que puede escribirse sin temor a anotaciones anteriores.
Hagan la prueba, aquellos que tengan la suerte, como yo, de tener hijos. Pregúntenles cuánto tiempo han dedicado en su clase a hablar de la Batalla de Naupacto, pregúntenles por la flota otomana, o pregúntenles, simplemente, qué es una pica. Toda una generación se enfrenta a un presente incierto y a un futuro más incierto todavía, sin la valiosa y fundamental herramienta de saber de dónde viene para, al menos, poder tener un criterio a la hora de poder intentar elegir a dónde va.
Por este motivo es importante saber lo que sucedió hace tan sólo unos días en Madrid, en el VIVA21.Tradición, folclore, historia, son poderosas herramientas que, con el paso del tiempo, han ayudado a cohesionar nuestro país. Por este motivo unos y otros (medios de incomunicación incluidos) han intentado ridiculizar lo que allí sucedió, tachándolo de “intrascendente”, de “esperpéntico” e, incluso, de “peligroso”. Porque conocer, valorar y tratar de conservar el patrimonio que hemos heredado se ha convertido en algo que atenta contra la tendencia, que va contra la corriente de pensamiento único y que pone en peligro el gran negocio de la izquierda, que fundamenta sus principios básicos en la ignorancia de los suyos. La izquierda nunca te sacará de la miseria ni de la ignorancia, porque si dejas de ser un miserable y un ignorante, dejas de ser de izquierda. La “revolución” se trata de mantener a los pobres pobres (y no sólo económicamente hablando), pero con esperanza. Si dejan de ser pobres, dejan de creer en la “revolución”.
Abrir los ojos, tener afán de conocimiento o ponerse en pie se han convertido en el mayor desafío que puede plantearse a un globalismo de “borrón y cuenta nueva”, que lo único que pretende es suprimir, de un plumazo, de la conciencia individual, todo aquello que tenga que ver con las tradiciones y la historia, para convertir a la sociedad en una conciencia colectiva que piense, actúe y “decida” en función de lo que los oligarcas consideren apropiado en cada momento, por supuesto, sólo bajo sus propios intereses.
Por ese motivo, le agradezco tanto a mi padre que siempre me animara a descubrir, por mí mismo, cuál es la realidad que me rodea a través del conocimiento de la realidad que a él le rodeaba cuando era joven y de la realidad que rodeaba a todos los que, antes que nosotros, forjaron esta Nación. Por ello, los animo a que inviertan dos minutos de su tiempo, cada día, a mirar a los ojos de sus hijos y preguntarse cómo quieren que entiendan su país cuando sean mayores; si como la consecuencia de siglos de tradición, éxitos, fracasos, aciertos y errores; o como una realidad sólo presente, fruto del capricho del tirano de turno.
No es mucho tiempo, sólo dos minutos.
Que bien escribes Ricardo, efectivamente de Lepanto pocos se acuerdan porque pocos lo han estudiado.
Viva 21, nos recordó en dos días lo que es nuestra Patria.