Érase una vez una época en la que el cine era cine. Era entretenimiento. Podía ser todo y nada y no todas las historias tenían un trasfondo político. Se buscaba entretener y sorprender. También eran otros tiempos, una época oscura donde había teles de tubo en cada hogar y el que tenía el Plus era un privilegiado. Además, ir al cine costaba 500 pelas. Sin smartphones, ni Big Data, ni leches en vinagre. Aterrador, ¿Verdad?
Como es natural, con los avances tecnológicos, la historia ha cambiado. Y para bien o para mal nos han regalado infinitos modos de entretenimiento. ¿Quién no paga cuotas a Netflix, HBO, Disney+ o cualquier otra plataforma de contenido audiovisual? Con catálogos más o menos extensos, todas han llegado para hacerse un hueco en tu dispositivo y en tu día a día. Ahora nos salen las películas y las series por las orejas. El formato serie se ha comido, en gran parte, a las películas y los cines se tambalean con precios cada vez más altos para hacer frente a las tecnológicas que arrasan con todo lo que tocan. Aunque la lógica del precio del cine tendrá que bajar Dios a explicármela. Su poder cada vez es más grande sobre el consumidor, directores o guionistas a partes iguales y han ido moldeando el contenido según tendencias, doblegando a sus acérrimos opositores como Scorsese o Nolan.
Lo malo es que se ha perdido la búsqueda de lo original. Ya no les interesa arriesgarse. Con tanta cookie y tantos datos, tienen suficiente información de nuestros gustos y no les compensa. Ahora encontrar material que no esté impregnado de salsa progre es un deporte que roza el peligro. Todo se mide en recaudación y visualizaciones y todo está cortado por el mismo patrón y claro, contiene elementos presentes en cada una de las producciones; Tramas inverosímiles donde siempre hay adolescentes de género fluido, feminismo, comunidades interraciales, luchas por los derechos de las minorías o propaganda pro-vacuna Covid y por supuesto una buena dosis de política, mucha, mucha política. Como en el mundo real, vaya. Llamadme loca pero, ¿no os sorprende igual que a mí? Es que no pasan ni 5 minutos de metraje, que ya te están cebando con inclusión, privilegio blanco, diversidad de género etc, que hasta me siento mal por ser blanca, leñe. Será casualidad que las sucias manos de los Obama y Soros estén amasando contenido para las plataformas. La bonita agenda 2030.
Muchos lo han asumido como algo natural. Supongo que les parece bien que Disney, que ha empoderado a más mujeres y luchado por la igualdad más que cualquier Irene Montero de turno, tras años de insultos y presiones, haya decidido que la nueva Sirenita sea negra. Tampoco se discute que la inquisición LGTB no dejase interpretar a Scarlett Johansson el papel de un trans, porque la señorita no decidió hormonarse para el rodaje, obviamente. Y que quede claro, yo salía flipada del cine tras ver a Wesley Snipes matando vampiros blancos mucho antes del Black Lives Matter y que me fascinaron tanto “Boys don’t cry” como “Brokeback Mountain”. No tenía que venir ningún Bezos de turno a decirme qué ver y cómo verlo. Que si el actor es bueno y la película es buena, poco me importa el color de piel del que sale en pantalla, del que la dirige o del que la produce. Pero ya sabes que ahora te tachan de racista por decir que “Black Panther” es un bodrio como una pianola de grande.
Todo esto ha conseguido irritarme, y me toca ver como normalizan la pedofilia y naturalizan conductas detestables. Yo, que amo el cine y su historia, quiero poder ver algo nuevo sin tener que tragarme un discurso de Kamala entre diálogo y diálogo. Quiero distraerme, quiero volver a soñar y disfrutar de historias nuevas. No me apetece acabar enfadada con el mundo antes de irme a la cama por ver cómo los guionistas hacen el ridículo desde el primer acto enseñándonos lo mal que va todo porque el rector blanco del Orange County High School se ha dirigido a los alumnos sin usar lenguaje inclusivo.
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