El sueño de la razón produce monstruos

Ocurre que cuando los ciegos impulsos, el capricho arbitrario y el caos se apoderan de los seres humanos y sus comunidades, éstos entran en una fase de destrucción, paulatina pero contundente, que hace que el miedo y las pasiones desbordadas conduzcan a formas violentas de desintegración y aniquilación de valores y criterios, impidiendo el acto comunicativo y provocando ese clima general del que nos hablaron algunos de los pensadores modernos (desde Hobbes hasta Locke) y que caracterizaron como la guerra de todos contra todos. Nadie quiere eso y entonces resulta fácil apelar a la razón como esa cualidad que nos es propia, a medio camino entre Dios y los animales, la cual nos permite comprender, comunicar, convivir e incluso lidiar con nuestras más oscuras emociones para encauzar nuestra vida anímica y sobreponernos a la impulsividad desmedida.

Ahora bien, teniendo esto en cuenta, no debemos tampoco obviar que un uso excesivo o ilimitado de la racionalidad puede llevar a instaurar formas de realidad asfixiantes, así como modalidades antropológicas sumidas en la esclavitud y la servidumbre más refinadas, aquellas que ni siquiera se perciben como tales porque se asumen como un sacrificio en loor del bien común y la perpetuación del mundo feliz.  Especialmente, ocurre cuando las grandes aspiraciones de la razón, sus sueños, se tornan decisivas metas hacia las que hay que reconducir toda realidad y toda expresión humana, sea cual sea el coste que ello acarree.

El mayor sueño de la razón desde que la modernidad forjó una concepción de la misma basada en ser la expresión de una voluntad de dominio del ente y, como consecuencia, del control del mundo natural y social, es implementar el definitivo ordenamiento de todo cuanto hay para contrarrestar toda asimetría o todo desbarajuste,  percibidos como injusticias, y adaptarlo así todo a la expectativa calculadora del ente que sigue agenciándose el centro del universo: el ser humano,  sirviéndose para ello de diversas instancias modeladoras de realidad como las leyes, el conocimiento o la administración pública a través de los medios tecnológicos pertinentes, depositando así la autorización del máximo poder para efectuar tal orden en el estado, el gran aparato calculador que racionaliza los medios y gestiona el territorio.

Que las leyes están para cumplirlas es cierto, inclusive las que no nos gustan. Incluso, teóricamente, hay que cumplir las que nos parecen aberraciones morales porque atentan contra los criterios con los que regimos nuestra propia existencia. El beneficio de la ley es obvio: su cumplimiento posibilita la coexistencia pacífica entre individuos diferentes y propicia un clima de cooperación en el que podemos desarrollar nuestro proyecto vital. Crea certidumbre, seguridad y garantías. No obstante, es también nuestro derecho y nuestra obligación, precisamente como seres dotados de razón, cuestionarlas y denunciar públicamente toda legalidad que suponga un ataque a la dignidad de las personas, pues la persona es el fundamento ontológico de toda legalidad. Pero también y, precisamente por ello, tenemos tanto el derecho como la obligación de oponernos y combatir normativas que instauren un clima de miedo y coacción entre la población, o que nos impidan que podamos hacer de nuestra vida, única e irrepetible, nuestro propio acontecimiento.

Pero ¿qué es una ley, al fin y al cabo, y cómo queda legitimada en un sentido moral si el desarrollo personal es, en última instancia, su fundamento? Porque abogar sin más por el cumplimiento de todo aquello que apruebe un gobierno no convierte a uno en un defensor de la persona en su intrínseca dignidad ni tampoco en un defensor del derecho, ya que una ley ha de acoplarse en un ensamble de ordenamiento jurídico y en un sistema de amplia participación ciudadana para poder contar con inherente valor legítimo. Es discutible la idea de que basta la aprobación popular para que una medida legal sea legítima, pues entonces cualquier cosa, por brutal que sea, puede ser susceptible de justificación. 

Sin embargo, que la expresión popular no sea suficiente, no implica que no sea al menos necesaria. De hecho, creer que basta que el Poder Ejecutivo declare legal o ilegal algo para que sea legítimo es verdaderamente aterrador y da cuenta de la falta de preparación y conciencia democrática que caracteriza hoy en día a los tertulianos televisivos, a parte de la ciudadanía y, especialmente, a los políticos, ya formen parte del socialismo, siempre propenso a dotar de poder ilimitado a la burocracia estatal, o pertenezcan a cierto sector del liberalismo dispuesto a pactar con el mismo diablo para seguir repartiéndose posibles beneficios, así que, en ambos casos, es algo que evidencia inclinaciones hacia el totalitarismo más absorbente y atroz que hoy en día se está ejerciendo en nombre de la salud pública y que nos retrotrae a los tiempos de los faraones y las plagas bíblicas. 

Precisamente, este problema sobre legalidad y legitimidad se está viviendo estos días con mayor intensidad a raíz del grotesco espectáculo que se está llevando a cabo en Australia respecto al caso Djokovic; caso sorprendente teniendo en cuenta la defensa a ultranza que los grandes comunicadores han hecho del respeto a la ley, como si estas  normativas sanitarias hubiesen sido refrendadas por los australianos, como si estas normativas no entrasen en conflicto alguno con la legalidad constitucional del país, con los derechos universales del hombre, o como si no fuese evidente que las medidas aprobadas son prescriptivas y por tanto, más políticas que científicas (porque la ciencia, recordémoslo, se limita a describir nexos causales, no a prescribir).

Que las autoridades se hayan agenciado el pretexto sanitario para instaurar criterios políticos que compartimentan a los seres humanos, segregando y discriminando (cosa impensable hasta hace poco con enfermedades con tasas de letalidad más elevadas o que igualmente estaban mundialmente expandidas, pensemos en el sida en los años ochenta) para gestionar la población es ya de por sí delirante, pero hacerlo en nombre de la ciencia (colaborando en ello gran parte de la comunidad científica) y poniendo como máximo objetivo algo extremo e imposible como es que desaparezca un virus de la faz de la tierra o que no haya ni un solo contagio, es cruel, porque da cuenta de que la intención no se limita ya a lo meramente sanitario, sino que se busca aprovechar la inocencia y el miedo de mucha gente para infundir el efecto psicológico de dependencia y poder así incidir en lo más íntimo de nuestro ser. 

Pero Australia es sólo un ejemplo. Pues hoy, la teatralización de la precariedad ontológica del ser humano se ha proyectado como una nueva realidad global de la que no cabe escapatoria, porque lo abarca todo y te implica y condiciona a ti también en lo personal, querido lector, como a todos y cada uno de nosotros, humanos. Teatro porque este planeta se ha convertido en un circo, en una performance aterradora donde la muerte, la salud y la propia vida han quedado insertas en una red de simulación que sirve al pleno ordenamiento de todas y cada una de las expresiones genuinamente humanas. Viene consolidándose una psicosis general, más existencial que meramente social, que ha trivializado el conocimiento, que ha pervertido los equilibrios en el reparto del poder, que ha dinamitado los valores fundacionales de nuestra civilización, y que ha convertido el día a día en una neurosis compulsiva. 

Como ya he mencionado, en esta nueva realidad -paradójica pero maquiavélicamente llamada ‘normalidad’- han aunado fuerzas e intereses buena parte de la comunidad científica, el incipiente aparato tecnológico que se ha acoplado a la medicina, las instancias de comunicación o difusión de información y, por supuesto, las autoridades públicas y políticas. En este juego, cada uno de estos agentes tiene sus intereses, sus razones para contribuir a esta puesta en escena, pero ninguna de estas instancias son entes abstractos que apuesten por el relato oficial desinteresadamente,  sino que son grupos humanos, es decir, humanos concretos de carne y hueso que están ganando mucho dinero con esto, que están ampliando su campo de influencia y poder, y que están deliberamente construyendo un nuevo mundo en el que todo quede articulado, programado, medido y gestionado, tal y como la razón lleva soñando desde hace siglos. 

Una vez más, todo proyecto de gestión y orden es impulsado bajo un ideal utópico de bienestar general, mundial, de talante humanista e ilustrado en el que precisamente se deja soñar ilimitadamente a la razón en su moderna vertiente como conciencia subjetiva y performativa. Esto se constata ya en las primeras teorías del estado moderno, en el socialismo clásico y en las vertientes liberales que abogan por la pedagogía como forma de construcción de un ordenamiento planetario que hoy asumen tanto las globalizadas tendencias de ingeniería social como los enfoques del marxismo cultural, pues ambos se nutren de los conocimientos que la neuropsicología y la sociología han aportado acerca de los nuevos modelos sociales de masas y consumo. Así pues, una vez más, estos alfareros de la Justicia Social y el mundo feliz pretenden salvar al hombre de la incertidumbre y el riesgo ofreciendo un modo de vida que es pura simulación, como lo es hoy todo: la amistad, la educación, la alimentación, el amor, los valores, la fe, Dios, el alma, el cuerpo o la salud… Todo.

Pretenden salvar al ser humano aunque sea a costa de destruir todo lo espontáneo y auténtico de la humanidad, la esencia misma de sus expresiones más genuinas: los afectos, las relaciones, el comercio, el tejido productivo y, lo más peligroso y humillante, el afán de superación, ese que llevó a los hombres y mujeres de generaciones anteriores a ponerse en riesgo durante las guerras mundiales, realizando vocacionalmente sus profesiones (maestros, médicos, soldados, sacerdotes, artistas…) entre bombas y muertos. La fuerza espiritual de esta gente, nuestros abuelos y bisabuelos, que fueron osados y se arriesgaron a vivir contra toda calamidad, permitió reconstruir ciudades y traer prosperidad y cultura a nuestras sociedades. Pero hoy, prima una actitud cobarde y antivitalista. La gente se aferra a la falsa idea de una vida segura, de una salud dependiente, simulada y artificial, y se dejan someter, como siervos de las más altas aspiraciones ordenadoras, agradeciendo a las autoridades que velen por su bienestar, como si nuestra propia salud les importase más a ellos que a nosotros mismos, o mendigando castigos y restricciones al estado.

¿Cómo es posible que estemos permitiendo que un gobernante decida quién puede moverse por el territorio o quién puede o no salir de su casa o qué negocio puede o no abrir sus puertas, mientras cobra íntegramente su sueldo obtenido de impuestos de todos y cada uno de nosotros? ¿Cómo es posible que estemos debatiendo públicamente que una persona sana pueda o no pueda hacer ciertas cosas? Es más, ¿cómo es posible que se haya ya normalizado que una persona que ha contraído una enfermedad no pueda salir de su domicilio y quede temporalmente excluida de la sociedad? ¿Y cómo es posible que los medios de comunicación no cuestionen la legitimidad de estas normativas que no cuentan ni siquiera con el beneplácito de la ciudadanía y chocan con las bases morales del derecho y con la mayoría de las constituciones de los distintos países? 

En estos tiempos de gran compulsividad generalizada, se ha evidenciado lo que desde la sociología de la ciencia siempre se ha señalado, a saber, que por un lado, la planificación y ejecución en política, y por otro lado, todos los conocimientos teóricos y conceptuales propios de una época, se hallan consustancialmente implicados en una trama de reparto del mayor poder que existe, el que posibilita agenciarse el valor de verdad en el discurso sobre el ente. Esto se ha señalado en numerosas e importantes obras de distintas sensibilidades ideológicas (Popper, Lakatos, Poincaré, Foucault, Kuhn, Feyerabend entre muchos otros). En este panorama, las industrias farmacéuticas simplemente están hoy librando su propia contienda, que es puramente económica, la de multiplicar sus beneficios. Mientras tanto, los sanitarios se están limitando a aplicar protocolos y a repetir los informes que las agencias del medicamento y otros organismos de sanidad mandan a los hospitales desde sus despachos. La ciencia médica se ha burocratizado y no hay ya rastro de afán de investigación y/o debate, ya que se limita a reproducir lo que los departamentos superiores les envían a modo de dogma.En este sentido, ha desplegado sus alas el más maligno ángel del capitalismo, el que hace negocio con la enfermedad y el terror.

Por su parte, también los defensores del Estado y, en general, las políticas comunitaristas y socialdemócratas han visto en esta crisis la oportunidad de afianzar el nivel de incidencia, presión y control que la administración pública puede ejercer sobre los individuos. Es el sueño del marxismo más recalcitrante y también la viva prueba de que las luchas del progresismo por dignificar al ser humano eran, una vez más, pura simulación, como nos resultaba evidente a muchos que pronto supimos que los discursos de la izquierda tan sólo abogaban por homogeneizar y colectivizar el sustrato ontológico de la humanidad, la persona, para reducirlo a mera pieza de un engranaje mayor del que depende todo el sentido vital del individuo, el espacio público, pero esa es otra historia y, aunque relacionada con ésta, será meditada en otra ocasión.

Ánimo y fuerza a todos, la vamos a necesitar mientras dure este onírico delirio de la razón creyendo poder hacerse con las riendas de la realidad a golpe de norma. Ya veis que los monstruos existen y llevan traje, micrófono o bata. 

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