¿Recuerdan la escena final de la película “Érase una vez en América”? Es esa en la que Robert de Niro entra despacio en aquel fumadero de opio donde proyectan sobre una pantalla unas sombras chinescas. En la que, tras acercarse a uno de los camastros, se quita la chaqueta, se sienta en él y observa paciente como le preparan una pipa de opio. En la que termina recostándose, agarrando la pipa y después de unas caladas, tumbado boca arriba, con los primeros efectos de la droga, acaba por sonreír. ¿Recuerdan? Pues esa escena es un amargo símil de lo que ocurre últimamente con la política y con nosotros mismos que somos, en último término, los que le damos vida.
No debemos olvidar y aviso de que, a partir de este momento, si no han visto la cinta y no quieren que se la destripe, deberían dejar de leer. Decía que no debemos olvidar que el personaje que interpreta de Niro, Noodles, ha traicionado a todos sus amigos por un puñado de dólares que curiosamente es el título de otra película que comparte con ésta el que la música la pone Ennio Morricone y el guión Sergio Leone. Entre traiciones, sombras chinescas y opio del pueblo navegamos como podemos sin saber muy bien cómo acabará la cosa, como en esas películas de final abierto que tan mal sabor de boca me dejan, como en esta “Érase una vez en América” que les pido que recuerden.
Sombras chinescas a todas horas, en todos los telediarios, en los mentideros incógnitos del nuevo Twitter de Elon Musk, allá por donde mires, sombras. Resulta que, como en la caverna de Platón lo que se proyecta y nos enseñan no es la realidad. Nos plantean falsos dilemas para no hablar de lo importante. Organizan peleas furibundas con el más absurdo pretexto y así nos entretienen mientras por detrás nos roban la cartera y nos suben el precio del pan. Traicionan todos los principios que dicen defender y se humillan ante el delicioso olor del poder y de lo que es aún más triste, del vil metal, del poderoso caballero.
Europa, paradigma de valores, exportadora de filósofos y heredera del derecho romano, calla sumisa ante el jeque. Europa, sus clubes de fútbol y sus federaciones ponen los ojos en blanco y, como al Tío Gilito, les aparece el símbolo del dólar en lugar de la pupila. ¿Qué no se respetan los derechos humanos? No pasa nada, ¿Qué los estadios se han construido sobre los cadáveres de cientos de trabajadores esclavizados? Se mira para otro lado. Lo importante es que ruede el balón y, sobre todo, que el río del dinero termine desembocando en nuestras cuentas corrientes.
Finalmente, el opio. Parafraseando a Marx, cambiemos religión por fútbol o por una buena algarada en el Congreso de los Diputados y así tendremos entretenido al pueblo. Un pueblo cada vez más pobre, menos instruido y con menos capacidad de autocrítica. Adormecidos y atontados, nos dejamos llevar por quienes han sucumbido ante el dinero y no dejan de traicionarnos. El final, como les dije, está abierto. Es lo malo de las películas y lo bueno de esta historia, sólo depende de nosotros. Podemos dar otra calada y seguir sonriendo estúpidos mirando al techo, pero lo suyo sería salir de una vez de este fumadero.
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