Malditas sean las guerras

En pasados artículos ya hablé sobre la historia del territorio de Palestina e Israel, de cómo los musulmanes, como ocurrió en la Península Ibérica en el año 711 d.C. con la conquista de esta tierra, hicieron lo propio en estos territorios en el año 636 d. C. De todos es sabido que en el año 1492 concluyó en la Península Ibérica la que fue llamada como Reconquista, y también es conocida la intención manifiesta por grupos extremistas islamistas de “devolver” a los de la fe de Mahoma los territorios de Al-Ándalus. Curiosamente, fue en marzo de ese mismo año en el que los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, firmaron el de decreto de expulsión de los judíos de los reinos de Navarra y Aragón que ponía como límite el mes de Julio del mismo para salir de sus tierras.

Precisamente el año que concluyó el proceso de Reconquista en lo que hoy es territorio español se produjo el hecho de la denominada “Conquista de América”, hecho histórico protagonizado por Cristóbal Colón, al servicio de los Reyes Católicos, un hecho que tendría su final respecto a la soberanía española en el año 1898, con la renuncia a Cuba, Puerto Rico, Filipinas y la Isla de Guan por parte de España. Así acababa el inmenso imperio español llevado a cabo mediante conquistas a partir de finales del siglo XV.

Y todo esto viene a colación de las reivindicaciones territoriales tras la justificación de una conquista extendida en el tiempo. Y resulta curioso que los mismos que atacan a nuestro país por el cuestionable trato que pudieron dar en el siglo XVI, háganselo ver, a pueblos indígenas del sur de América, trato por cierto inmensamente mejor que el propiciado por los ingleses en el norte, trato además del que escenifican un sobrado orgullo patrio en sus conmemoraciones y hasta en sus películas western, esos mismos, son los que apoyan a los conquistadores cuando políticamente les interesa. Cierto es que el territorio palestino fue un espacio agredido y controlado, conquistado y masacrado en multitud de ocasiones, no tanto en la Historia como la Península ibérica, por los bárbaros, romanos o musulmanes, entre otros, pero esto tampoco justifica la eterna posesión de los mismos si tenemos en cuenta hechos históricos relacionados con parte de sus primeros pueblos o la estrecha relación primaria de parte de ellos relacionados con los sentimientos y creencias religiosas.

También es muy cierto que Occidente, tanto en primer lugar Reino Unido, que engañó al pueblo palestino, como la propia ONU, son corresponsables de la actual y dilatada en el tiempo situación que se vive en Israel y Palestina. Si bien hay muchos despistes intencionados de quiénes exigen un reconocimiento internacional del Estado palestino que este mismo pueblo rechazó en diversas ocasiones por no estar de acuerdo con la implantación del Estado de Israel, también es cierto que el proceso de implantación de este Estado fue muy forzado y ocultó muchos intereses de control en la zona y de restablecimiento de un control territorial sobre un espacio con un marcado significado religioso, tanto para los que ya estaban como para los que llegaron.

Además, el proceso de asentamiento de los judíos tras la Segunda Guerra Mundial en territorio palestino fue bastante inusual, ya que llegaron huyendo de la masacre, aunque también del rechazo de gran parte de Europa, dato que estos países pretenden esconder en la infra historia, y lo hicieron con un gran poder económico que comenzó a hacerse con barrios enteros, industria y fábricas a base de unas fuertes inversiones. Nada fue casualidad, más bien un proceso fagocitario calculado y medido, extraordinariamente eficaz a la vista de los acontecimientos posteriores, consecuencia de todo lo sucedido.

A lo largo de la Historia de la Humanidad han sucedido tantas cosas que es complicado defender una postura sin entrar en contradicciones por intereses ideológicos, políticos o religiosos. Lo cierto es que la configuración del mapa internacional actual no es fruto, ni mucho menos, de la concordia entre pueblos, sino del enfrentamiento entre los mismos por establecer el mayor control posible sobre los territorios. Y la fórmula ancestral, desde que se produjo el primer asesinato de un hombre por un hombre, en la historia bíblica de Caín matando a su hermano Abel, ha sido la guerra, el poder de la fuerza sobre el acuerdo o el consenso. Desgraciadamente, siempre deben morir miles, en ocasiones millones de inocentes para que se llegue a un acuerdo, aunque la mayoría de las ocasiones es un acuerdo de ganadores sobre vencidos, con tinta de sangre de inocentes.

Lo que está sucediendo en estos momentos entre Israel y el pueblo palestino, o entre Rusia y Ucrania, no es sino el vestigio de la más horrible cara de la realidad humana, la de la avaricia, la del odio por la diferencia, o la de la falta del sentido de convivencia, aliñado en el caso de oriente próximo con un fanatismo religioso que debería procesarse internacionalmente como ilegítimo e injustificable. Si asesinar en nombre de un Estado es un hecho execrable, hacerlo en nombre de Dios debería tener unas connotaciones de aberración intolerable, de atentado a la propia dignidad humana a través de creencias que sobrepasan el límite de lo cuestionable en torno a cualquier creencia. Delirios medievales y ancestrales de líderes religiosos que usaron y siguen utilizando la excusa de Dios para sembrar una miseria que como ninguna podría decirse aleja al ser humano de cualquier divinidad.

Las guerras son evitables porque las soluciones a los conflictos tienen un razonamiento justificable, razonable, deducible y transferible a esos resultados. La convivencia entre los pueblos, entre religiones, entre sexos, entre diferentes formas de entender la vida, siempre bajo el respeto al otro, es una máxima a la que desde el minuto uno se han dirigido el derecho internacional o los Derechos Humanos.

Israel sufrió un ataque terrorista hace unas semanas, un ataque injustificable, violento, exacerbado, cruel y sin sentido, pero su respuesta no ha sido digna de un Estado del siglo XXI, quizás porque las organizaciones internacionales no están a la altura de las demandas de una Humanidad que prefiere no entender de perdón y de diálogo sino de revancha, venganza y humillación. Israel sucumbió a la provocación de Hamás y nunca he estado más convencido que ahora de que, finalmente, esas eran las pretensiones de la organización terrorista, a pesar incluso de las terribles consecuencias que sabía iba a tener para el pueblo que dice defender.

Los palestinos nunca debieron ni deben ser el escudo humano de los ataques de Israel e Israel debió entender desde primera hora que el derecho a la dignidad del pueblo palestino debía prevalecer sobre cualquier respuesta a la violencia. Han deslegitimado casi por completo el apoyo que la comunidad internacional pudiera tener hacia ellos en estos momentos y hasta Estados Unidos ha procedido a ponerse de lado, lo que ha podido o le han dejado, ante tanta barbarie y descontrol.

Quizás uno de los problemas de la política internacional es, precisamente, la politización que los organismos internacionales tienen con el acaparamiento de poder por parte de algunos de ellos y los derechos a veto en instituciones como la ONU por países que han demostrado la crueldad que está teniendo en conflictos bélicos, tal es el caso de Rusia.

Lo cierto es que son los débiles, soldados en ocasiones jóvenes y sin una vida recorrida, familias civiles enteras como daños colaterales, niños y ancianos, los que, hoy en día, son las principales víctimas de las guerras. Esto no podemos seguir tolerándolo si nos atribuimos la condición de sociedad avanzada o avalamos con nuestra firma el derecho internacional y la Carta de Derechos Humanos. La despolitización y reestructuración de los organismos internacionales, el ejercicio de un poder de interceder y mediador en los conflictos y la delimitación territorial como acuerdo internacional que ningún país debería sobrepasar bajo ninguna excusa deberían forjar los márgenes sobre los que se construya una nueva sociedad internacional basada en los valores de los que tanto presumimos y de los que tanto demostramos carecer.

Quiero terminar este artículo con la frase de una víctima indirecta de una guerra que nunca fue, además, la suya. La muerte del periodista cordobés Julio Anguita Parrada, por los efectos de una bomba lanzada por el ejército iraquí, dejó a su padre, el político e historiador cordobés Julio Anguita, desolado. Su frase, quedó para la Historia, la suya personal y la de muchos que la compartimos desde el corazón herido en la empatía del dolor, del terrible dolor, de la pérdida de la vida de un ser amado de una forma cruel, injusta y evitable: “Malditas sean las guerras y los canallas que las hacen”.

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