Sol y daridad

Solidaridad no es mostrar el odio en las calles y en el discurso. La solidaridad se demuestra con los más débiles, no a través de la imposición de los más fuertes. Ya pasó hace muchos siglos la época del Cid, época en la que el vasallaje propio de la época Medieval sometía a millones de personas a los antojos de los nobles que llegaban a abusar de su derecho de pernada con las mujeres mientras entonaban cánticos de alabanza más así mismos que al Dios cristiano en las iglesias.

Solidaridad es entender que no existe un ser humano lineal con una experiencia vital única, entender que las razas son elementos circunstanciales y no determinantes de nada, más allá que el origen. Porque solidaridad no es tratar al otro precisamente dependiendo de su origen, ni de su sexo, ni de su orientación sexual, ni de su capacidad económica. Por eso lo público es el síntoma máximo de la solidaridad máxima de una sociedad consigo misma sin entender de dónde nadie viene. Y, por supuesto, por eso la Sanidad Pública es tan importante, porque simboliza el cuidado del Estado del que formamos parte de la salud de cada uno de nosotros, con los recursos de todos y para todos. Cuidar la Sanidad pública por parte de las instituciones es cuidar de la salud solidaria, la parte más humana de nosotros mismos como país.

Solidaridad no es gritar más, golpear más o mostrar símbolos de épocas que estrujaron y destrozaron, cuando no acabaron con la vida de otra gente, por el hecho de pensar diferente, de tener criterios ideológicos distintos, sean cuáles sean. Ni por ser heterosexual u homosexual, o transexual. Porque la solidaridad parte de una empatía que es capaz de comprender lo incomprensible a través del entendimiento. Por esto mismo es tan importante demostrar solidaridad, comprensión e integración con el colectivo transexual.

Solidaridad no es mostrar el odio hacia otros símbolos, sino respetar los ajenos o aquellos con los que otras personas se identifican, siempre que no sean significativos de odio hacia otros, siempre que no signifiquen, precisamente, la insolidaridad de unos contra otros. Solidaridad son, por tanto, muchas asociaciones u organizaciones que defienden derechos individuales o colectivos, porque no son lobbies sino que tienen su razón de ser en la defensa contra, precisamente, esa insolidaridad de la que han sido víctimas, víctimas que han sufrido la muerte por ser como eran o sentir como sentían, o la cárcel, o la humillación social de tantos que ahora, mano en el pecho a golpe de gritos, quieren hacer reinar el imperio de su sinrazón absoluta.

Solidaridad es también entender que nuestro país no puede dividirse en territorios con mayor o menos virtud de privilegios, que ese nunca fue ni es el fin de esta configuración territorial, como tampoco fue su fin que la cámara del Congreso de los Diputados se convirtiera, no sé bien en qué momento, más en un espacio de representación territorial e incluso nacionalista que un lugar, como determina la Constitución, de representación nacional del Estado en su conjunto.

Solidaridad tampoco es vender espacios de poder, porque ese poder representa la voluntad delegada, que no cedida, del conjunto de la ciudadanía en las urnas. Solidaridad es entender que no se puede dividir al país, desde uno u otro espacio, con consignas de odio, sino con la razón de las ideas, el debate sereno y el máximo de los respetos. Porque, esto es muy importante, la solidaridad no puede entenderse si no es desde la perspectiva del máximo respeto a la Ley, a las instituciones públicas y al resto de ciudadanía, independientemente de cómo piensen. Los pensamientos son creados para compartirlos, debatirlos y combatirlos con la palabra y las acciones están para que sea la Ley la que imponga sus límites, siempre que se actúe bajo el respeto imprescindible hacia el resto de ciudadanía.

Vivimos tiempos convulsos, momentos en los que no es demasiado complicado sentir la atracción propia de alguno de los extremos porque representa una forma de externalizar esa desilusión y decepción con los acontecimientos que caracteriza este periodo, pero los extremos no representan en ningún momento ni la solidaridad ni la solución a ninguno de los problemas reales.

España está enfadada, pero parece cada día estarlo más consigo misma, con el otro y con el de más allá, victimizando a personas por apoyar una u otra causa, convirtiendo fácilmente a nuestros vecinos en fascistas o comunistas sanguinarios simplemente por ejercer su derecho a pensar libremente y a expresarlo.

Quizás de lo que haya llegado el momento es debatir largo y tendido, sin límites de tiempo, tener en cuenta a toda la ciudadanía, y no sólo a la clase política que tanto nos está decepcionando, y llegar a acuerdos de consenso real, efectivo; acuerdos positivos para todos, que tengan en cuenta el verdadero progreso que consiste en que avancemos todos juntos y no por separado, que crezcamos en igualdad de derechos y oportunidades y que seamos realmente solidarios, pero de los de verdad, porque hay solidaridades que no nos representan a una mayoría de españoles, quizás porque no son precisamente solidarios.  

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