La anormalidad de lo normal

Si Pedro Almodóvar hubiese versionado en hetero sus películas con alto voltaje gay, pero disparatadas en ocasiones, con redes secretas, llenas de la corrupción y el deseo mortal de la carne y de las excentricidades, obra maestra en la humanización empoderada de la mujer antes de las Leyes, posiblemente habría por poco superado el circo que siempre tenemos montado en este país desde el punto de vista político.

Corremos, sin duda, el riesgo de caer, una vez más, en los juicios sociales y paralelos que nos desvíen del verdadero punto en el que se encuentra la política en nuestro país. Pero esta vez, con el propio juicio en entredicho, porque una parte de la política de este país ha decidido matar al mensajero que hace posible que los delitos no se cometan y que, cuando se cometen… puedan ser penados, perseguidos y castigados o, como dirían los más versados, los responsables, iniciado el camino de la reinserción, algo no sólo costoso para ellos, sino también para el conjunto de la sociedad y, lo peor, con demasiadas pocas probabilidades del éxito que todos desearíamos esperar.

Estamos ante una justicia garantista, dicen algunos juristas y políticos. El problema es que si la política deja de ser garantista de honradez, si la política se convierte en una sucesión de escándalos de a ver quién se lo lleva más calentito y sin que lo pillen, apaga y vámonos, porque la corrupción política es una extensión de la falta de escrúpulos de los legisladores y, por ende, de aquellas personas responsables de presentar y aprobar esas leyes que deben de regirnos a todos. Y unas leyes sin escrúpulos se traducen en unas leyes bajo la sintomatología del relativismo moral. Vamos, hablando en el idioma de la calle, que nos vamos a tomar… cañas.

Yo no sé si la ciudadanía se ha dado o no cuenta, pero desde que se instaló el tú más en la Cámara de los Diputados, en el Congreso, la verdadera razón ideológica que sostiene a las partes se ha desvanecido para convertirse en una excusa, quizás la que estuvo siempre, la excusa de unos pocos para justificarse en el poder.

No se puede crear un país al gusto y capricho de los intereses de unos o de otros porque, al final, eso acaba demoliendo el espíritu de lo que llamamos Democracia. Y sí, no sólo lo hace desde la perspectiva de la creación de leyes sonda que sirven para acaparar conceptos y vivir del cuento de su defensa cuando, al final, te das cuenta de que las consecuencias finalmente agravan los problemas más que los solucionan. Y sí, me refiero también al relativismo que permite tener una visión a esos gobernantes de que su control de todo y de todos, de los jueces, de las asociaciones, del mundo civil, del militar, de otros partidos a cambio de recompensas que no llegan a los ciudadanos sino que sirven para llenar los bolsillos de aquellos…

Nuestra democracia vive una gran crisis, y no voy a entrar en quiénes pueden llevar más razón que los otros porque, al fin y al cabo, ninguno de los que han estado presentes puede enseñar el paño blanco de la inocencia como partido, principalmente porque todos han escondido, justificado y obviado sus propios casos mientras acusaban a los demás de lo que ellos no podían presumir, y eso huele mal, muy mal.

Los nuevos que llegaron tampoco vinieron a sembrar paz sino más bien discordia, y a asaltar el trono a costa de imponer una serie de consignas que en nada iban a ayudar al bienestar del conjunto de la ciudadanía, constituyendo cada uno de ellos un obstáculo para una parte de la población.

Se nos avecinan tiempos difíciles, se lo digo, porque no está en juego, siquiera, quién gobierne, sino que lo que está en juego, más allá de toda duda, es lo que todos dicen defender pero que se están cargando, nuestra maravillosa Democracia.

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