Miguel Ángel Blanco ayer, hoy y siempre

Este domingo se cumplen 25 años del secuestro del concejal de Ermua Miguel Ángel Blanco al que, tras dos días manteniendo a la sociedad española en un vilo revolucionario, de manos blancas, de gritos de basta ya y de súplicas y también oraciones, la banda terrorista ETA asesinaba vilmente de dos tiros en la cabeza. Asesinaron a un hombre maniatado y absolutamente indefenso; un hombre que, en ese momento, era el alma ya herida de una sociedad harta de las agresiones cobardes y sin sentido de un grupo terrorista que no sólo ocupaba un espacio de intimidación, amenazas, extorsión y chantaje, sino que, además, mantenía una estructura económica que, según indican multitud de indicios, se mantuvo incrementada en las últimas décadas gracias a la relación de extorsión y financiación del mundo de la prostitución y las drogas.

Se han hecho muchos análisis de por qué sucedió y qué llevó a tomar tal decisión aunque la inmensa mayoría pasan por alto que tan sólo nueve días antes del secuestro de Blanco, se había producido un gran golpe a la banda ETA con la liberación del funcionario de prisiones José Antonio Ortega Lara; el secuestro más largo de la banda, 532 días en un zulo bajo tierra de un hombre que apenas podía incorporarse en una diminuta habitación en la que se veía obligado a hacer sus necesidades. Un zulo que no se recordaba haber visto ni en los campos de concentración nazis y que rezumaba humedad. Dicen quiénes lo vivieron que, cuando un guardia civil consiguió bajas hasta el lugar en el que se encontraba el funcionario le gritó con la poca voz que ya le restaba, ¡Matadme de una puta vez! Este golpe a ETA no podía quedar sin respuesta, aunque nadie podía imaginar en ese momento que la maldad y la falta absoluta de límites y escrúpulos de aquellos asesinos pudiese llegar hasta ese punto.

El secuestro del concejal de Ermua y al chantaje de su asesinato tenía como objetivo que el Gobierno llevara a cárceles vascas a los presos de la banda terrorista. Muchos nos preguntamos, en base a esos acercamientos hechos con posterioridad por distintos gobiernos, qué sentido tuvo todo aquello, qué pudieron ganar con esa muerte y qué pensaban que podrían haber conseguido mediante el uso de las armas. El 12 de julio de 1997, tras el asesinato de Miguel Ángel, la sociedad se echó a la calle, también la vasca, entre lágrimas, alzando sus manos pintadas de blanco, pidiendo el fin de la barbarie, gritando que acabaran con ese terrorismo que se había llevado ya por delante a cerca de 1000 personas, entre ellos niños y niñas, que habían destrozado la vida de tantas familias, las de muchas personas que dejaron sin alguno de los miembros de su cuerpo, como fue el caso de Irene Villa, o en silla de ruedas, o con graves consecuencias mentales. Recuerdo a mi amiga Carmen, de Salou, a cuyo marido asesinaron en Vic y a quién destrozaron su vida, y a tantas y tantas personas, todas inocentes.

Entre las movilizaciones de aquella noche hubo una que, con el tiempo, se volvió muy significativa. Yo ya había estado en alguna ocasión en el País Vasco y había vivido de cerca el grado de conocimiento de la propia sociedad de quiénes formaban ETA, de quiénes estaban cercanos a la banda y cuáles podían ser sus objetivos directos. La extorsión a empresarios, por ejemplo, marcaban claramente a aquellos que se negaran a pagar el impuesto revolucionario como candidatos a una muerte segura. Pocos eran los que no conocían a algún preso de ETA o a alguna persona vinculada a la banda. Recuerdo claramente a las personas cercanas a mí, amigos en el País Vasco, dándome el primer y más importante consejo al llegar a su tierra, no hablar de política, no hablar del conflicto, no hablar de ETA. La movilización de la que hablaba se produjo en San Sebastián. Fueron muchos los vascos que se dirigieron a la sede de Herri Batasuna, ahora Bildu, para pedir explicaciones, indignados, llegando a quemar el local ante una Ertzaintza que se llegó a quitar la protección de sus cabezas enseñando sus rostros a cara descubierta en señal de respeto ante la respuesta de ese pueblo ahíto en silencio de tanta crueldad en su nombre.

Ese día 12 de julio de 1997 lo tengo bien clavado en mi mente y en mi alma, como ciudadano de este país y como periodista. Recuerdo que fue un fin de semana que me tocó trabajar en la central andaluza de la agencia Europa Press en Sevilla. Recuerdo que el refuerzo de esos días se limitaba a dos trabajadores y yo. Estaba muy nervioso, como todo el país. A media tarde, el teletipo de la agencia saltó con una noticia urgente. En aquellos tiempos las noticias llegaban a las delegaciones y era desde las delegaciones que se rebotaban al resto de medios que tuviesen contratados los servicios. Muy nervioso me puse a leer la noticia. No daban aún por cierto que fuese él pero sí anunciaban que había sido encontrado el cuerpo de un joven con dos tiros en la cabeza. Sin duda, era Miguel Ángel Blanco. Sentí que era el primer andaluz que sabía lo ocurrido y, antes de nada, antes de reaccionar a rebotar la información al resto de medios, no pude sino gritar una y otra vez ¡Hijos de puta! ¡Hijos de puta! ¡Hijos de puta! Mientras, las lágrimas recuerdo que brotaron de mis ojos, y creo que fue la única vez en mi vida, que yo recuerde, que lo hicieron por rabia e impotencia. Al día siguiente me encontraba en la cabecera de la manifestación que recorrió Sevilla y que terminó ante las puertas del Ayuntamiento. Una marea de ciudadanos que gritaban, que lloraban y que, en muchas ocasiones, mantuvieron un silencio que decía aún más que las voces y las lágrimas.

Había nacido el espíritu de Ermua, un espíritu que pudo tener más repercusión aún en la sociedad vasca, que no tuvo reparos en pedir el final de la banda terrorista a cara descubierta y sin tapujos, que fue capaz, con su indignación, de señalar a los culpables, que en el resto de España.

Han pasado 25 años de aquel momento. Después, a pesar de todo, hubo más víctimas, más asesinatos, más tragedias, como la del matrimonio formado por el concejal Jiménez Becerril y su esposa, Ascensión García Ortiz, en Sevilla, pocos meses después del asesinato del concejal de Ermua. Yo, que vivía en Sevilla, al conocer la noticia del asesinato del concejal y su mujer, a la enorme rabia y dolor por lo sucedido se me unió el recordar que justo el día anterior, sobre la misma hora, paseaba por la calle en la que fueron acribillados. Cualquiera podía haber estado allí, ser testigo o víctima también de aquellos miserables. En aquellos años trabajaba para una importante cadena nacional a través de una productora de televisión y recuerdo cómo recibí un correo con una carta amenazante por mis artículos sobre ETA y cómo durante semanas me pasé mirando los bajos del coche cada mañana, cómo sentía cierto respeto al cerrar la puerta del vehículo o prender la llave. Y es que no es que fuese alguien importante para vivir pero sí podía parecer lo suficientemente incómodo como para deber morir si algunos lo decidían.

Aquellos que ahora se dan golpes de democracia son aquellos que jamás la respetaron, que siempre quisieron imponer sus normas, sus objetivos y que llegaron a acabar con la vida de los discrepantes, los defensores de esa Ley y esas leyes que no reconocían; aquellos que querían decidor por todos, los del País Vasco y el resto de españoles. Aquellos que los ciudadanos vascos vincularon con ETA y con el asesinato de Miguel Ángel Blanco se vistieron de seda para quedarse igual de monos, pero con aspecto democrático. Hoy están sentados en el Congreso de los Diputados. Algunos de ellos, incluso, condenados por terrorismo.

Pero no sólo sucede algo así, sino que Bildu, además, se ha convertido en indispensables para  sostener al actual Gobierno, un pacto que el Presidente Sánchez negó no sólo tres, sino mil veces antes de saber el escrutinio final de las elecciones. Los compañeros de viaje del actual Gobierno, más allá de un PODEMOS perdido en sus contradicciones y en el buen vivir que caracteriza a una extrema izquierda que ha accedido a las mieles del éxito, los cargos, los privilegios y la posición social, se centra en este partido y en un amago de partidos nacionalista e independentistas que no sienten ningún escrúpulo a la hora de defender los derechos de los presos de ETA o de establecer auténticas estrategias de desgaste del Estado y de chantaje ante la necesidad de su apoyo para continuar con una estabilidad inexistente de un Gobierno que a duras penas podrá soportar los vaivenes internos pero mucho menos los externos que se avecinan de cara al otoño.

Después de pasados 25 años del asesinato de Miguel Ángel Blanco, del surgimiento de ese espíritu de Ermua que unió a la población civil de todo el país, más incluso de lo que lo hizo la victoria de España en los mundiales de 2010, la mitad de los jóvenes de nuestro país desconocen qué fue ETA mientras algunos partidos políticos juegan al despiste insistiendo en ahondar en una memoria histórica y democrática que es de sobra conocida pero que parece que quieren reinventar, y hablo en palabras del propio expresidente socialista Felipe González. Resulta incómodo hablar de ETA, pero muy cómodo hablar de una dictadura que ya no existe. Pero, ¿sigue existiendo ETA? Para muchos entendidos en la materia la respuesta es sí, incluso para la mitad de los españoles, y no sólo existe sino que se ve reforzada cada vez más a través de grupos de jóvenes abertzales educados en el odio a España y en acciones cada día más visibles de violencia callejera y hasta universitaria. La estructura parece seguir funcionando mantenida quizás por esos disfraces fantásticos capaces de convertir a personajes como Otegui en “hombre de paz” por su renuncia a la violencia terrorista a cambio de una influencia política que sí pueda dar respuesta a su intención de dividir y atentar contra el Estado a través de la representación política en sus instituciones.

Tenemos al enemigo dentro, sin armas de fuego pero con el fuego en el poder que le otorga la propia democracia contra la que lucharon los suyos pistola en mano hace años y, por desgracia, con la complicidad de la traición al propio Estado que representa la alianza de poder que sostiene a un Gobierno que no ha tenido escrúpulos en pactar, bajo la excusa de la democracia, con aquellos que quisieron dividir a España por la fuerza, bien de las armas, o bien de las instituciones, como fue el caso de Cataluña. Lo cierto es que, tras las negaciones, vienen las acciones y estas condujeron a la liberación de presos o al acercamiento de condenados por terrorismo; ese acercamiento que le costó la vida a un Miguel ángel Blanco al que más de uno sí que le rendiría honores no acudiendo a su homenaje.

Miguel Ángel Blanco ayer, hoy y siempre, debería ser la vara de medir con la que esta sociedad respondió a ETA , nunca a sus intenciones, y que jamás deberíamos haber abandonado como Estado.

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